¿Quiénes
somos? El problema de la identidad
Una
identidad nunca es dada, recibida o alcanzada;
no,
sólo se sufre el proceso interminable,
indefinidamente
fantasmático de la identificación.
Jacques
Derrida
La
relación con el Otro me pone en cuestión,
me
vacía de mí mismo y no deja de vaciarme,
descubriéndome
en tal modo con recursos siempre nuevos.
Emmanuel
Levinas
El
exilio y la incertidumbre del Yo. “Somos en el fondo ‘rehenes’ del
otro”, dice Levinas.
En
la medida que lo incierto irrumpe y me interpela continua e
irremediablemente, obligándome a responder, mi vida y mi vinculación con
el mundo se juegan, necesariamente, en la relación con los otros.
Pensar
al otro se convierte en la única alternativa para pensarse a sí mismo.
En el problema de la alteridad se pone en juego no sólo la posibilidad de
pensar el presente, sino sobre todo, la de habitar nuestro futuro.
Un
libro también es el otro, lugar del asombro y cuestionamiento. Esa
alteridad que hace de toda experiencia una experiencia de extrañamiento.
La
identidad y la trascendencia
Guardar
silencio, es lo que sin saberlo
queremos
todos al escribir.
Maurice
Blanchot
Alguien
murió. La muerte de otro. Esa muerte única, indiscutible, otredad
absoluta, la más desgarradora puesta en cuestión del otro, que apela a
las otras muertes: ciertamente la del muerto, pero también la del otro en
mí, del yo en el otro, la del sinnúmero de muertes, de nombres de
nuestros muertos, con las que es preciso aprender a sobrevivir.
En
la escritura ante la muerte, la palabra irrumpe desde una oquedad. Es una
palabra que se encubre en la nostalgia para sellar el vacío, para
ocultarlo. La nostalgia en la escritura de la muerte se ofrece como un
consuelo ante la impotencia de la memoria, es la derrota de la palabra
ante lo inasible de la desaparición.
Porque
el nombre es ya portador de la muerte de su portador.
Es
ya el nombre de un muerto,
la
memoria anticipada de su desaparición.
Jacques
Derrida
También
puede escribirse no ante la muerte, sino desde su vórtice,
en el vértigo mismo de la ausencia.
Entregarse
al duelo de la escritura para negarse al engaño del consuelo y a los
espejismos del duelo. La escritura en la muerte resiste así al engaño
que fraguan las palabras, pero también a la identificación con el duelo
de los otros. Negarse a la esperanza inútil de que el duelo ceda ante la
obstinación de la vida.
¿De
dónde surge lo intolerable de la muerte?
Al
escribir desde el vértice de la ausencia de otro, el yo que escribe sabe
que ningún lenguaje habrá de encontrar ya un tú. Los trazos residuales
de la escritura se hunden en ese yo sin el otro, para arrastrar
consigo el gesto de la palabra hacia el vacío de una voz sin escucha.
Articulada desde la muerte, esta palabra ya sin un tú es la indecencia
misma. “Todo lenguaje que retorna a sí mismo. a nosotros, parecería
indecente, como un discurso reflexivo que regresara a la comunidad herida,
a su consuelo o a su duelo”, dice Derrida.
Sin
embargo la escritura del duelo enfrenta otra paradoja: la indecencia del
lenguaje sin escucha es quizá menos cruel que esa otra indecencia que
acompaña el lenguaje que emerge de la estela de la muerte: la del olvido.
Ese yo
sin el otro, ¿a quién le habla? “Al otro en mí”-escribe
Derrida.
Ese otro
en mí que es menos un rastro que un desecho: no la sombra de quien
muere, sino de su muerte ya ocurrida. El otro en mí: expresión brutal y
ominosa que revela el desarraigo del duelo, su palidez. El “trabajo del
duelo”, esa desesperanza, ese doblegarse ante la induración
(endurecimiento) de la pérdida.
El
trabajo del duelo es una invención de los nombres sucesivos de las
muertes. Es el punto ciego de la muerte radical. La que suspende la vida
en una muerte anticipada, no es la muerte final, la desaparición
absoluta. Es otra muerte: la fatiga del lenguaje.
No
reaparece jamás la voz de los muertos. Sólo sus ecos adheridos a trozos
de palabras y refractados por su imagen en mí. Nada del otro se preserva
sino la figura forjada por el propio deseo de cancelar lo absoluto
de la muerte.
Entonces
¿lo adecuado sería el silencio? No. Es preciso hablar en el silencio del
otro en el seno de su ausencia para iluminar el sintiempo de la muerte. El
silencio propio sólo es una mímesis de la muerte, su parodia insertada
en la vida. No más que un decaimiento de la palabra para consagrar la
bancarrota de la identidad.
Derrida
escribe: “La muerte no es en principio una aniquilación, el no-ser o
la nada, sino una cierta experiencia, para quien sobrevive, de lo ‘sin
respuesta’.”
Se
habla ante los muertos, ante la certeza de sus muertes, para hacer audible
un silencio sin significado, una palabra sin don, sin intercambio.
Dice
Roland Barthes: “El Tiempo elimina la emoción de la pérdida (ya no
lloro), eso es todo. Todo lo demás es inmóvil. Porque lo que he perdido
no es una Figura (la Madre), sino un ser; y no un ser sino una cualidad
(un alma): no indispensable sino irreemplazable. Podría vivir sin la
Madre (todos lo hacemos tarde o temprano); pero la vida que me quedaba sería
seguramente y hasta el final incalificable (sin cualidad).”
Sobre-vivir,
“escribir-sobre-vivir”. La sobrevivencia es la vida más allá del
advenimiento de la muerte, invadida por la muerte.
El
otro no sólo sobrevive como ausencia en nuestra sobrevivencia. La
ausencia del otro implanta un vacío en la identidad de los vivos, un vacío
en la esfera de lo propio. El vacío se propaga adentro y afuera de la
muerte, adentro y afuera de la vida. Dos vacíos. Por eso el lenguaje no
alcanza.
La
lectura como amparo y como espera. Para protegernos más que de la
ausencia, de lo infinito de la sombra, de lo desconocido del “otro”
que emerge ya como lo absolutamente perdido. Pero también esperamos que
esos signos ofrecidos por la memoria conjuren la sombra de la pérdida y
devuelvan a la visión del “otro en mí” la singularidad viva de quien
muere.
La
lectura busca en los textos la cifra de esa identidad. Aprehender a través
de la lectura el gesto esencial de lo muerto. Conjurar la duración
infinita de la ausencia.
La
lectura como el deseo de cancelar el trazo indeleble de la muerte, la
suspensión radical del tiempo de la presencia del “otro”: “todo
sigue”, la muerte no ha ocurrido, queda el texto que hace presentes en su cambio incesante, en la metamorfosis de
las lecturas, las facetas de la vida de ese otro, ajenas aún a la extinción.
La
lectura se ofrece plenamente como un acontecimiento capaz de contemplar la
muerte, incorporarla en la mirada para cancelarla.
Saber
que no se escribe para otro,
saber
que estas cosas que escribo no me harán ser amado por quien amo,
saber
que la escritura no compensa nada, no sublima nada,
que
es, precisamente, el lugar donde no estás
-es
el comienzo de la escritura.
Roland
Barthes
En
esta conjugación de finitud e infinitud, de fragilidad y duración, es
donde reside la fuerza inhumana de la escritura, lo que le da su calidad
de umbral, ese límite que se ofrece como el espectro extremo de
inteligible y al mismo tiempo, lo irrecuperable mismo.
Leer
al otro para abismarse en el simulacro de la restauración de la vida. La
lectura es la experiencia y la crueldad de esos bordes que, sin duda,
hacen imaginable la posibilidad de un contorno, de un perfil y de un
tiempo para los muertos.
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