"Casi siempre se hallan en nuestras manos los  recursos que pedimos al cielo." 
William Shakespeare

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  ARTÍCULOS: ARCHIVO

 


Pensamiento radical

¿Quiénes somos? El problema de la identidad

por Cecilia Suárez

 

¿Quiénes somos? El problema de la identidad

 

Una identidad nunca es dada, recibida o alcanzada;

no, sólo se sufre el proceso interminable,

indefinidamente fantasmático de la identificación.

Jacques Derrida

 

La relación con el Otro me pone en cuestión,

me vacía de mí mismo y no deja de vaciarme,

descubriéndome en tal modo con recursos siempre nuevos.

Emmanuel Levinas

 

 

El exilio y la incertidumbre del Yo. “Somos en el fondo ‘rehenes’ del otro”, dice Levinas.

 

En la medida que lo incierto irrumpe y me interpela continua e irremediablemente, obligándome a responder, mi vida y mi vinculación con el mundo se juegan, necesariamente, en la relación con los otros.

 

Pensar al otro se convierte en la única alternativa para pensarse a sí mismo. En el problema de la alteridad se pone en juego no sólo la posibilidad de pensar el presente, sino sobre todo, la de habitar nuestro futuro.

 

Un libro también es el otro, lugar del asombro y cuestionamiento. Esa alteridad que hace de toda experiencia una experiencia de extrañamiento.

 

 

La identidad y la trascendencia

 

Guardar silencio, es lo que sin saberlo

queremos todos al escribir.

Maurice Blanchot

 

Alguien murió. La muerte de otro. Esa muerte única, indiscutible, otredad absoluta, la más desgarradora puesta en cuestión del otro, que apela a las otras muertes: ciertamente la del muerto, pero también la del otro en mí, del yo en el otro, la del sinnúmero de muertes, de nombres de nuestros muertos, con las que es preciso aprender a sobrevivir.

 

En la escritura ante la muerte, la palabra irrumpe desde una oquedad. Es una palabra que se encubre en la nostalgia para sellar el vacío, para ocultarlo. La nostalgia en la escritura de la muerte se ofrece como un consuelo ante la impotencia de la memoria, es la derrota de la palabra ante lo inasible de la desaparición.

 

Porque el nombre es ya portador de la muerte de su portador.

Es ya el nombre de un muerto,

la memoria anticipada de su desaparición.

Jacques Derrida

 

También puede escribirse no ante la muerte, sino desde su vórtice, en el vértigo mismo de la ausencia.

Entregarse al duelo de la escritura para negarse al engaño del consuelo y a los espejismos del duelo. La escritura en la muerte resiste así al engaño que fraguan las palabras, pero también a la identificación con el duelo de los otros. Negarse a la esperanza inútil de que el duelo ceda ante la obstinación de la vida.

 

¿De dónde surge lo intolerable de la muerte?

Al escribir desde el vértice de la ausencia de otro, el yo que escribe sabe que ningún lenguaje habrá de encontrar ya un tú. Los trazos residuales de la escritura se hunden en ese yo sin el otro, para arrastrar consigo el gesto de la palabra hacia el vacío de una voz sin escucha. Articulada desde la muerte, esta palabra ya sin un tú es la indecencia misma. “Todo lenguaje que retorna a sí mismo. a nosotros, parecería indecente, como un discurso reflexivo que regresara a la comunidad herida, a su consuelo o a su duelo”, dice Derrida.

 

Sin embargo la escritura del duelo enfrenta otra paradoja: la indecencia del lenguaje sin escucha es quizá menos cruel que esa otra indecencia que acompaña el lenguaje que emerge de la estela de la muerte: la del olvido.

 

Ese yo sin el otro, ¿a quién le habla? “Al otro en mí”-escribe Derrida.

Ese otro en mí que es menos un rastro que un desecho: no la sombra de quien muere, sino de su muerte ya ocurrida. El otro en mí: expresión brutal y ominosa que revela el desarraigo del duelo, su palidez. El “trabajo del duelo”, esa desesperanza, ese doblegarse ante la induración (endurecimiento) de la pérdida.

 

El trabajo del duelo es una invención de los nombres sucesivos de las muertes. Es el punto ciego de la muerte radical. La que suspende la vida en una muerte anticipada, no es la muerte final, la desaparición absoluta. Es otra muerte: la fatiga del lenguaje.

 

No reaparece jamás la voz de los muertos. Sólo sus ecos adheridos a trozos de palabras y refractados por su imagen en mí. Nada del otro se preserva sino la figura forjada por el propio deseo de cancelar lo absoluto de la muerte.

 

Entonces ¿lo adecuado sería el silencio? No. Es preciso hablar en el silencio del otro en el seno de su ausencia para iluminar el sintiempo de la muerte. El silencio propio sólo es una mímesis de la muerte, su parodia insertada en la vida. No más que un decaimiento de la palabra para consagrar la bancarrota de la identidad.

 

Derrida escribe: “La muerte no es en principio una aniquilación, el no-ser o la nada, sino una cierta experiencia, para quien sobrevive, de lo ‘sin respuesta’.”

 

Se habla ante los muertos, ante la certeza de sus muertes, para hacer audible un silencio sin significado, una palabra sin don, sin intercambio.

 

Dice Roland Barthes: “El Tiempo elimina la emoción de la pérdida (ya no lloro), eso es todo. Todo lo demás es inmóvil. Porque lo que he perdido no es una Figura (la Madre), sino un ser; y no un ser sino una cualidad (un alma): no indispensable sino irreemplazable. Podría vivir sin la Madre (todos lo hacemos tarde o temprano); pero la vida que me quedaba sería seguramente y hasta el final incalificable (sin cualidad).”

 

Sobre-vivir, “escribir-sobre-vivir”. La sobrevivencia es la vida más allá del advenimiento de la muerte, invadida por la muerte.

 

El otro no sólo sobrevive como ausencia en nuestra sobrevivencia. La ausencia del otro implanta un vacío en la identidad de los vivos, un vacío en la esfera de lo propio. El vacío se propaga adentro y afuera de la muerte, adentro y afuera de la vida. Dos vacíos. Por eso el lenguaje no alcanza.

 

La lectura como amparo y como espera. Para protegernos más que de la ausencia, de lo infinito de la sombra, de lo desconocido del “otro” que emerge ya como lo absolutamente perdido. Pero también esperamos que esos signos ofrecidos por la memoria conjuren la sombra de la pérdida y devuelvan a la visión del “otro en mí” la singularidad viva de quien muere.

 

La lectura busca en los textos la cifra de esa identidad. Aprehender a través de la lectura el gesto esencial de lo muerto. Conjurar la duración infinita de la ausencia.

 

La lectura como el deseo de cancelar el trazo indeleble de la muerte, la suspensión radical del tiempo de la presencia del “otro”: “todo sigue”, la muerte no ha ocurrido, queda el texto que  hace presentes en su cambio incesante, en la metamorfosis de las lecturas, las facetas de la vida de ese otro, ajenas aún a la extinción.

 

La lectura se ofrece plenamente como un acontecimiento capaz de contemplar la muerte, incorporarla en la mirada para cancelarla.

 

Saber que no se escribe para otro,

saber que estas cosas que escribo no me harán ser amado por quien amo,

saber que la escritura no compensa nada, no sublima nada,

que es, precisamente, el lugar donde no estás

-es el comienzo de la escritura.

Roland Barthes

 

En esta conjugación de finitud e infinitud, de fragilidad y duración, es donde reside la fuerza inhumana de la escritura, lo que le da su calidad de umbral, ese límite que se ofrece como el espectro extremo de inteligible y al mismo tiempo, lo irrecuperable mismo.

 

Leer al otro para abismarse en el simulacro de la restauración de la vida. La lectura es la experiencia y la crueldad de esos bordes que, sin duda, hacen imaginable la posibilidad de un contorno, de un perfil y de un tiempo para los muertos.


 

 

 

 

 

 

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