Vemos
proliferar el Arte
por todas partes, y más rápidamente aún el
discurso sobre el Arte. Pero en lo que sería su genio propio, su aventura, su poder de
ilusión, su capacidad de denegación de lo real y de oponer a lo
real otro escenario en el que las cosas obedecieran a una regla de
juego superior; una figura trascendente en la que los seres, a
imagen de las líneas y colores en una tela, pudieran perder su
sentido, superar su propio final y, en un impulso de seducción,
alcanzar su forma ideal, aunque fuera la de su propia destrucción,
en esos sentidos, digo, el Arte ha desaparecido. Ha
desaparecido como pacto
simbólico por el cual se diferencia de la pura y simple
producción de valores estéticos que conocemos bajo el nombre de cultura:
proliferación hacia el infinito de los signos, reciclaje de
formas pasadas y actuales. Ya no
existe regla fundamental, criterio de juicio ni de placer. (...)
El arte se halla en la misma situación:
en la fase de una circulación super rápida y de un intercambio
imposible. La «obras»
ya no se intercambian, ni entre sí ni en valor referencial. Ya no
tienen la complicidad secreta que constituye la fuerza de una
cultura. Ya no las leemos, sólo las decodificamos de acuerdo con unos criterios cada vez más contradictorios.
En el arte nada se contradice. La
Neo-Geometría, el Nuevo Expresionismo, la Nueva Abstracción, la
Nueva Figuración, todo
coexiste
maravillosamente en una
indiferencia total.
Como
todas esas tendencias carecen de genio propio, pueden coexistir en
un mismo espacio cultural. Como suscitan en nosotros una
indiferencia profunda, podemos aceptarlas simultáneamente.
El
mundo artístico ofrece un aspecto extraño. Es como si
hubiera una estasis del arte y de la inspiración. Es como si lo
que se había desarrollado magníficamente durante varios siglos
se hubiera inmovilizado súbitamente, petrificado por su propia
imagen y su propia riqueza. Detrás de todo el movimiento
convulsivo del arte contemporáneo existe una especie de inercia, algo que ya no consigue superarse y que gira sobre sí en una
recurrencia cada vez más rápida. Estasis de la forma viva del arte y,
al mismo tiempo, proliferación, inflación tumultuosa, variaciones múltiples sobre todas las
formas anteriores (la vida motor de lo que ha muerto). Todo ello es lógico: allí
donde hay estasis, hay metástasis. Allí
donde deja de ordenarse una forma viviente, allí donde deja de
funcionar una regla de juego genético (en el cáncer), las células
comienzan a proliferar en el desorden. En el fondo, dentro del
desorden actual del arte podría leerse una ruptura del código
secreto de la estética, de igual manera que en determinados desórdenes
biológicos puede leerse una ruptura del código genético. (...)
Se
dice que la gran tarea de Occidente ha sido la
mercantilización del mundo,
haberlo entregado todo al destino de la mercancía. Convendría
decir más bien que ha sido la estetización del mundo, su puesta
en escena cosmopolita, su puesta en imágenes, su organización
semiológica. Lo que estamos presenciando más allá
del materialismo mercantil es una semiurgia de todas las cosas a
través de la publicidad, los media, las imágenes. Hasta lo más marginal y lo más
banal, incluso lo más obsceno, se estetiza, se culturaliza, se
museifica. Todo se dice,
todo se expresa, todo adquiere fuerza o manera de signo. El
sistema funciona menos gracias a la plusvalía de la mercancía
que a la plusvalía estética del signo.
Con
el minimal art, el
arte conceptual, el arte efímero, el antiarte, se habla de
desmaterialización del arte, de toda una estética de la
transparencia, de la desaparición y de la desencarnación, pero
en realidad es la estética la que se ha materializado en todas
partes bajo forma operacional. A ello se debe, además, que el arte se haya visto forzado a hacerse minimal,
a interpretar su propia desaparición. Lleva un siglo haciéndolo, obedeciendo todas las reglas del
juego. Intenta, como todas las formas que desaparecen, reduplicarse en
la simulación, pero no tardará en borrarse totalmente, abandonando el campo al
inmenso museo artificial y a la publicidad desencadenada.
Vértigo
ecléctico de las formas, vértigo ecléctico de los placeres: ésta
era ya la figura del barroco.
Pero, en el barroco,
el vértigo del artificio también es un vértigo carnal. Al igual que los barrocos, somos creadores desenfrenados de imágenes,
pero en secreto somos
iconoclastas. No aquellos que destruyen las imágenes sino aquellos que
fabrican una profusión de imágenes donde no hay nada que ver.
La mayoría
de las imágenes contemporáneas, video, pintura, artes plásticas,
audiovisual, imágenes de síntesis, son literalmente imágenes en
las que no hay nada que ver, imágenes sin huella, sin sombra, sin consecuencias. Lo máximo que se presiente es que detrás de cada una de ellas
ha desaparecido algo. Y sólo
son eso: la huella de algo que ha desaparecido. (...)
Ahí está el milagro. Nuestras imágenes son como los íconos: nos permiten seguir
creyendo en el arte eludiendo la cuestión de su existencia. Así pues, tal
vez haya que considerar todo nuestro arte contemporáneo como un
conjunto ritual para uso ritual, sin más consideración que su
función antropológica, y sin referencia a ningún juicio estético. Habríamos
regresado de ese modo a la fase cultural de las sociedades
primitivas (el mismo fetichismo especulativo del mercado artístico
forma parte del ritual de transparencia del arte).
Nos
movemos en lo ultra- o en lo infraestético. (...)
Así pues, en este punto, no encontrándonos ya en lo bello ni en lo feo, sino en la
imposibilidad de juzgarlos, estamos condenados a la indiferencia. Pero más
allá de la indiferencia, y sustituyendo al placer estético,
emerge otra fascinación.
Una vez liberados lo bello y lo feo de sus respectivas
obligaciones, en cierto modo se multiplican: se
convierten en lo más bello que lo bello o en lo más feo que lo
feo. Así, la pintura actual no cultiva exactamente la fealdad (que
sigue siendo un valor estético), sino lo más feo que lo feo (el bad,
el worse, el kitsch), una fealdad a la segunda potencia en tanto que
liberada de su relación con su contrario. Desprendidos del «verdadero»
Mondrian, somos libres de pintar «más Mondrian que Mondrian».
Liberados de los auténticos naif,
podemos pintar "más naif
que los naif",
etc. Liberados de lo real, podemos pintar más real que lo
real: hiperreal. Precisamente todo comenzó con el hiperrealismo y
el pop Art, con el ensalzamiento de la vida cotidiana a la
potencia irónica del realismo fotográfico. Hoy, esta escalada
engloba indiferenciadamente todas las formas de arte y todos los
estilos, que entran en el campo
transestético de la simulación.
En
el propio mercado del arte existe un paralelo a esta escalada.
También allí, al haber terminado con cualquier ley mercantil del
valor, todo se vuelve «más caro que caro», caro a la potencia
dos: los precios se vuelven desorbitados, la inflación delirante.
De la misma manera que cuando desaparece la regla del juego estético
éste comienza a corretear en todas direcciones, también cuando
se pierde toda referencia a la ley de cambio, el mercado bascula
en una especulación desenfrenada.
Idéntico
desbocamiento, idéntica locura, idéntico exceso. La llamarada
publicitaria del arte está en relación directa con la
imposibilidad de cualquier evaluación estética. El valor brilla
en la ausencia del juicio de valor. Es el éxtasis del valor.
Por
tanto, actualmente existen dos mercados del arte. Uno de ellos
sigue regulándose a partir de una jerarquía de valores, aunque
éstos sean ya especulativos. El otro está hecho a imagen de los
capitales flotantes e incontrolables del mercado financiero; es
una especulación pura, una movilidad total que, diríase, no
tiene otra justificación que la de desafiar precisamente la ley
del valor. Este mercado del arte tiene mucho de poker o de potlatch, de space-opera
en el hiperespacio del valor. ¿Debemos escandalizarnos? No
tiene nada de inmoral. De
la misma manera que el arte actual está más allá de lo bello y
de lo feo, también el mercado está más allá del bien y del
mal.
(Texto
extraído del libro La transparencia del mal (Ensayo sobre los fenómenos
extremos), de Jean Baudrillard, págs. 20 y
ss., editorial Anagrama, Barcelona, España, 1991. )
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