Más
de medio siglo después, las palabras que William Faulkner
pronunció al recibir el
Premio Nobel de Literatura siguen teniendo una desoladora
vigencia: "Nuestra tragedia
hoy es un miedo físico general y universal, sostenido por tanto
tiempo que incluso
podemos sopesarlo." El deber y el privilegio del escritor
-"aligerar el corazón del
hombre para ayudarlo a resistir"-; la condición humana en
tiempos de la amenaza
nuclear, se renuevan, en estos tiempos en los que la violencia es
la "gran fuente
del miedo universal". Efectivamente, una tarea inaplazable
consiste, como aquí se
sugiere, en desobedecer al miedo.
Pienso que este premio no
se otorga a mi persona sino a mi trabajo; el
trabajo de una vida en el sudor y la agonía del espíritu humano,
no por la
gloria, y menos que nada por la ganancia, sino por crear, a partir
de los materiales
del espíritu humano, algo que no existía
antes. Así que este
premio sólo se me confía. No será difícil encontrar un destino
a su parte monetaria
que sea adecuado al propósito y significado
de su origen.
Pero quisiera hacer lo mismo con la proclama, al emplear este
momento
como una cumbre desde la cual pueda ser escuchado por los hombres
y
mujeres jóvenes que ya se dedican a la misma labor y angustia,
entre los
cuales se encuentra ya aquél que ocupará el lugar que ahora
ocupo yo.
Nuestra tragedia hoy es un
miedo físico general y universal, sostenido por
tanto tiempo que
incluso podemos sopesarlo. Ya no hay más problemas del
espíritu. Sólo existe la pregunta: ¿Cuándo me barrerán? Por
ese motivo,
el hombre o mujer joven que escribe hoy ha olvidado el problema
del
conflicto del corazón humano consigo mismo, que es lo único que
puede
lograr la buena escritura porque es lo único sobre lo que vale la
pena
escribir; sólo eso merece el sudor y la agonía.
Él debe aprenderlo otra
vez. Debe enseñarse a sí mismo que tener
miedo es lo más bajo que hay; y al enseñarse eso, olvidar el
miedo para
siempre, y no dejar espacio en su taller a nada que no sean las
viejas
verdades y realidades del corazón; las viejas verdades
universales sin
las cuales una historia es efímera y está condenada a morir:
amor y
honor y caridad y orgullo y compasión y sacrificio. Mientras no
haga eso,
trabaja bajo una maldición. No escribe de amor sino de lujuria,
de
derrotas en las que nadie pierde nada de valor, de victorias
sin
esperanza, y lo peor de todo, sin caridad ni compasión. Sus
aflicciones
no se duelen en huesos universales, no dejan cicatrices. No
escribe del
corazón sino de las glándulas.
Hasta que vuelva a aprender
estas cosas, escribirá como si asistiera al
fin del hombre y lo contemplara. Me rehuso a aceptar el fin del
hombre.
Es bastante fácil decir que el hombre es inmortal simplemente
porque
perdurará: que cuando el último din don del destino haya
resonado y se
haya apagado en la última piedra sin valor bajo la última roja
tarde
agonizante, que incluso entonces habrá ahí un sonido más: ésa
su
insignificante voz inextinguible, hablando todavía. Me rehuso a
aceptar
eso. Yo creo que el hombre no sólo perdurará: prevalecerá. Es
inmortal,
no porque sea el único entre las criaturas que tenga una voz
inextinguible, sino porque tiene un alma, un espíritu capaz de
compasión y sacrificio y
resistencia. El deber del poeta, del escritor, es escribir acerca
de estas
cosas. Es un privilegio aligerar el corazón del hombre para
ayudarlo a
resistir, al recordarle el valor y honor y orgullo y esperanza y
compasión
y caridad y sacrificio que han sido la gloria de su pasado. No
es
necesario que la voz del poeta sea un mero registro del hombre,
puede
ser uno de los apoyos, de los pilares para ayudarlo a perdurar y
a
prevalecer.
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