¿Será el estadio
final de la evolución intelectual moderna una grotesca imitación de
nuestras acciones más triviales por las máquinas? Conocimiento es
poder: he aquí un viejo lema de la filosofía burguesa moderna, que fue
utilizado por el movimiento de los trabajadores europeos del siglo XIX.
Antiguamente el conocimiento era visto como algo sagrado. Desde
siempre los hombres se esforzaron por acumular y transmitir conocimientos.
Al fin de cuentas, toda sociedad se define por el tipo de conocimiento de
que dispone. Esto vale tanto para el conocimiento natural como para el
religioso o la reflexión teórico-social. En la modernidad, el
conocimiento es representado, por un lado, por el saber oficial, marcado
por las ciencias naturales, y, por otro, por la “inteligencia
libre-fluctuante (Karl Mannheim) de la crítica social teórica. Desde
el siglo XVIII predominan esas formas de conocimiento. Parece increíble
que desde hace algunos años se esté difundiendo el discurso de la
“sociedad del conocimiento” que adviene con el siglo XXI; como si sólo
ahora se hubiese descubierto el verdadero conocimiento y como si la
sociedad hasta hoy no hubiese sido una “sociedad del conocimiento”. Al
menos los paladines de la nueva palabra-clave sugieren algo así como un
progreso intelectual, un nuevo significado, una apreciación más elevada
y una generalización del conocimiento en la sociedad. Sobre todo, se
alega que la supuesta aplicación económica del conocimiento está
asumiendo una forma completamente diferente.
Filosofía de los medios, bastante euforia es lo que se nota, por
ejemplo, en el filósofo de los medios alemán Norbert Bolz: “Se podría
hablar de un big-bang del conocimiento. Y la galaxia del conocimiento
occidental se expande a la velocidad de la luz. Se aplica conocimiento
sobre conocimiento y en esto se muestra la productividad del trabajo
intelectual. El verdadero hecho intelectual del futuro está en el diseño
del conocimiento. Y cuanto más significativa sea la manera en que la
fuerza productiva se vuelva inteligencia, más deberán converger ciencia
y cultura. El conocimiento es el último recurso del mundo occidental”.
Palabras fuertes. ¿Pero qué se esconde detrás de ellas? Quizá sea
esclarecedor el hecho de que el concepto de la “sociedad del
conocimiento” se está usando más o menos como sinónimo de la
“sociedad de la información”. Vivimos en una sociedad del
conocimiento porque estamos sepultados por informaciones. Nunca antes
hubo tanta información transmitida por tantos medios al mismo tiempo.
Pero ese diluvio de informaciones ¿es realmente idéntico al
conocimiento? ¿Estamos informados sobre el carácter de la información?
¿Conocemos en última instancia qué tipo de conocimiento es éste? En
rigor, el concepto de información no coincide de ningún modo con una
comprensión bien elaborada del conocimiento. El significado de
“información” es tomado en un sentido mucho más amplio y se refiere
también a procedimientos mecánicos. El sonido de una bocina, el
mensaje automático de la próxima estación de metro, la campanilla de un
despertador, el panorama del noticiero en la TV, el altavoz del
supermercado, las oscilaciones de la Bolsa, el pronóstico del tiempo...
todo eso son informaciones, y podríamos continuar la lista al infinito. Conocimiento
trivial Claro que también se trata de conocimiento, pero de un tipo
muy trivial. Es la especie de conocimiento con el que crecen los
adolescentes de hoy. Quienes se encuentran en la franja de los 40 años
ya están tecnológica- comunicativamente armados hasta los dientes.
Pantallas y displays son para ellos casi partes del cuerpo y órganos
sensoriales. Saben que hay que someterse a las informaciones para acceder
a internet, y saben cómo obtener tales informaciones de la red: por
ejemplo, cómo se hace el “download” de una canción de éxito.
Y uno de los medios de comunicación predilectos de esa generación es
por escrito, el del “Short Message Service” o, de forma abreviada, el
SMS que aparece en el display del móvil. El máximo de comunicación está
limitado ahí a 160 caracteres. Resulta extraño que el armamento
tecnológico de la ingenuidad juvenil sea elevado a la condición de parte
integrante de un icono social y asociado al concepto de
“conocimiento”. Desde el punto de vista de una “fuerza productiva
inteligencia” o de un “acontecimiento intelectual del futuro”, esto
es un poco decepcionante. Quizás nos acerquemos más a la verdad si
comprendemos lo que se entiende por “inteligencia” en la sociedad
del conocimiento o de la información. Así, en una típica nota de
prensa económica publicada en la primavera de 2001, se lee: “A pedido
de la agencia espacial canadiense, la empresa Tactex desarrolló en
British Columbia telas inteligentes. En trozos de paño se cosen una serie
de minúsculos censores que reaccionan a la presión. Ante todo, la tela
de Tactex debe ser probada como revestimiento de asientos de automóviles.
Reconoce a quien se sentó en el asiento del conductor... El asiento
inteligente reconoce el trasero de su conductor”.
Para un asiento de automóvil, se trata seguramente de un hecho grandioso.
Lo debemos admitir. Pero no se lo puede considerar en serio como un
paradigma del “acontecimiento intelectual del futuro”. El problema
reside en el hecho de que el concepto de inteligencia de la sociedad de la
información -o del conocimiento- está específicamente modelado por la
llamada “inteligencia artificial”. Estamos hablando de máquinas
electrónicas que por medio del procesamiento de datos tienen una
capacidad de almacenamiento cada vez más alta para simular actividades
rutinarias del cerebro humano. Objetos inteligentes Hace mucho que se
habla de la “casa inteligente”, que regula por sí sola la calefacción
y la ventilación, o de la “nevera inteligente”, que encarga al
supermercado la leche que se terminó. De la literatura de terror,
conocemos el “ascensor inteligente”, que desgraciadamente se volvió
malo y atentó contra la vida de sus usuarios. Nuevas creaciones son el
“carrito de compras inteligente”, que llama la atención del
consumidor sobre las ofertas especiales, o la “raqueta inteligente”,
que con un sistema electrónico embutido permite al tenista un saque
especial, mucho más potente. ¿Será éste el estadio final de la
evolución intelectual moderna? ¿Una grotesca imitación de nuestras más
triviales acciones cotidianas por las máquinas, conquistando así una
consagración intelectual superior? Como todo lo indica, la maravillosa
sociedad del conocimiento aparece justamente por eso como sociedad de la
información, porque se empeña en reducir el mundo a un cúmulo de
informaciones y procesamientos de datos, y en ampliar de modo permanente
los campos de aplicación de los mismos. Están en juego ahí, sobre todo,
dos categorías de “conocimiento”: conocimiento de las señales y
conocimiento funcional. El conocimiento funcional está reservado a la
elite tecnológica que construye, edifica y mantiene en funcionamiento los
sistemas de aquellos materiales y máquinas “inteligentes”. El
conocimiento de las señales, por el contrario, compete a las máquinas,
pero también a sus usuarios, por no decir a sus objetos humanos. Ambos
tienen que reaccionar automáticamente a determinadas informaciones o estímulos.
No necesitan saber cómo funcionan esas cosas; sólo necesitan procesar
los datos “correctamente”. Comportamiento programable Tanto para el
comportamiento maquínico como para el humano, en la sociedad del
conocimiento la base está dada, en consecuencia, por la informática, que
sirve para programar secuencias funcionales. Se trabaja con procesos
describibles y mecánicamente reejecutables, con medios formales, por una
secuencia de señales (algoritmos). Esto suena bien para el funcionamiento
de tuberías hidráulicas, aparatos de fax y motores de automóviles; está
muy bien que haya especialistas en eso. Sin embargo, cuando el
comportamiento social y mental de los seres humanos es también
representable, calculable y programable, estamos ante una materialización
de las visiones de terror de las modernas utopías negativas. Esa
especie de conocimiento social de señales sugiere vuelos mucho menos
audaces que los del famoso perro de Pavlov. A comienzos del siglo XX,
el fisiólogo Ivan Petrovitch Pavlov había descubierto el llamado reflejo
condicionado. Un reflejo es una reacción automática a un estímulo
externo. Un reflejo condicionado o motivado consiste en el hecho de que
esa reacción puede ser también desencadenada por una señal secundaria
aprendida, que está ligada al estímulo original. Pavlov asoció el
reflejo salival innato de los perros ante la visión de la ración de
comida con una señal, y pudo finalmente provocar también ese reflejo
utilizando la señal de manera aislada. Por lo que parece, la vida social
e intelectual en la sociedad del conocimiento -o sea, de la información-
debe orientarse por un camino de comportamiento que corresponda a un
sistema de reflejos condicionados: estamos siendo reducidos a aquello que
tenemos en común con los perros, puesto que el esquema de estímulo-reacción
de los reflejos tiene que ver absolutamente con el concepto de información
e “inteligencia” de la cibernética y de la informática.
El conjunto de nuestras acciones en la vida está supervisado cada vez más
por dígitos, reglas, clusters y señales de todo tipo. Sin embargo, ese
conocimiento de las señales, el proceso reflejo de informaciones, no es
exigido sólo en el ámbito tecnológico, sino también en el más elevado
nivel social y económico. Así, por ejemplo, se es como se dice: los
gobiernos, los “managers”, los que tienen una ocupación, todos en fin
deben observar permanentemente las “señales de los mercados”. Este
conocimiento miserable de las señales no es, a decir verdad, ningún
conocimiento. Un mero reflejo no es al fin y al cabo ninguna reflexión
intelectual, sino exactamente lo contrario. Reflexión significa no sólo
que alguien funcione, sino también que ese alguien pueda reflexionar
“sobre” tal o cual función y cuestionar su sentido. Ese triste
carácter del conocimiento- información reducido fue preanunciado por el
sociólogo francés Henri Lefebvre ya en los años 50, cuando en su
Crítica de la vida cotidiana describía la era de la información que se
avecinaba. “Se adquiere un “conocimiento”. ¿Pero en qué consiste
éste exactamente? No es ni el conocimiento (Kenntnis) real o aquel
adquirido por procesos de reflexión (Erkenntnis), ni un poder sobre las
cosas observadas, ni, por último, la participación real en los
acontecimientos. Es una nueva forma de observar: un mirar social sobre
el retrato de las cosas, pero reducido a la pérdida de los sentidos, al
mantenimiento de una falsa conciencia y a la adquisición de un seudo
conocimiento sin ninguna participación propia...” El “sentido de
la vida” En otras palabras, la cuestión del sentido y de la finalidad
de los propios actos de cada uno se hace imposible. Si los individuos
se vuelven idénticos a sus funciones condicionadas, dejan de estar en
condiciones de cuestionarse a sí mismos o al ambiente que los rodea.
Estar “informado” significa entonces estar completamente “en
forma”, formado por los imperativos del sistema de señales técnicas,
sociales y económicas; para funcionar, por lo tanto, como una puerta de
comunicación de un circuito complejo. Y nada más. La generación
joven de la llamada sociedad del conocimiento es tal vez la primera en
perder la pregunta ingenua sobre el “sentido de la vida”. Para eso no
habría espacio suficiente en el display. Los “informados” desde pequeños
ya no comprenden ni siquiera el significado de la palabra “crítica”.
Identifican ese concepto con el error crítico, indicación de un problema
serio, que debe ser rápidamente eliminado en la ejecución de un
programa.
En esas condiciones, el conocimiento reflexivo intelectual es tenido
como infructuoso, como una especie de tontería filosófica de la cual ya
no tenemos necesidad. Sea como fuere, se tiene que convivir con eso de
manera pragmática. El primero y único mandamiento del conocimiento
reducido dice: éste debe ser inmediatamente aplicable al sistema de señales
dominante. Lo que está en discusión es el “marketing de la información”
sobre “mercados de información”. El pensamiento intelectual debe
encogerse hasta la condición de “informaciones”. Lo que, por
ejemplo, será en el futuro un “historiador” ya lo demuestra hoy el
historiador Sven Tode, de Hamburgo, con su doctorado. Bajo el título de
History Marketing, éste escribe, por encargo, la biografía de las
empresas que conmemoran los aniversarios de su creación; también las
ayuda cuidando de sus archivos. Su gran éxito: para una empresa
norteamericana que estaba envuelta en una disputa por la patente de una
juntura tipo bayoneta para mangueras de bomberos, Tode pudo desenterrar
archivos que proporcionaron a quien encomendó sus servicios un ahorro de
siete millones de dólares. Cada vez más desempleados, individuos
sometidos a una dieta financiera de hambre y portadores escarnecidos de un
socialmente desvalorizado conocimiento de reflexión, se esfuerzan en
transformar su pensamiento, reduciéndolo a los contenidos triviales de
conocimientos funcionales y reconocimientos de señales, para permanecer
compatibles con el supuesto progreso y vendibles. Lo que surge de ahí
es una especie de “filosofía de asiento de automóvil inteligente”.
En verdad, es triste que hombres instruidos en el pensamiento conceptual
se dejen degradar a la condición de payasos decadentes de la era de la
información. La sociedad del conocimiento se encuentra extremadamente
desprovista de espiritualidad, y por eso hasta en las mismas ciencias del
espíritu, el espíritu está siendo expulsado. Lo que queda es una
conciencia infantilizada que juega con cosas inútiles desconectadas de
conocimiento e información. Sin embargo, el conocimiento degradado en
“información” no se reveló todo lo económicamente estimulante que
se había esperado. La New Economy de la sociedad del conocimiento entró
en colapso tan rápidamente como fue proclamada. Eso también tiene su razón;
pues el conocimiento, en la forma que sea, a diferencia de los bienes
materiales o los servicios prestados, no es reproducible en “trabajo”
y, por tanto, en creación de valor, como objeto económico. Una vez
puesto en el mundo, puede ser reproducido sin costos, en la cantidad que
se desee. En su debate con el economista alemán Friedrich List, en
1845, Karl Marx ya escribía: “Las cosas más útiles, como el
conocimiento, no tienen valor de cambio”.
Esto también vale para el actualmente reducido conocimiento-información,
cuya utilidad se puede poner en duda. Así, la escasa reflexión
intelectual se venga de los profetas de la supuesta nueva sociedad del
conocimiento. La montaña de datos crece, el conocimiento real disminuye.
Cuanto más informaciones, más equivocados los pronósticos. Una
conciencia sin historia, volcada hacia la atemporalidad de la
“inteligencia artificial” ha de perder cualquier orientación. La
sociedad del conocimiento, que no conoce nada de sí misma, no tiene más
que producir que su propia ruina. Su notable fragilidad de memoria es al
mismo tiempo su único consuelo.
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