En
cada mercado lingüístico comunicativo el sector predominante
hace suyo como posesión privada al lenguaje (a pesar de que
la lengua como capital lingüístico constante es algo público
y social) en las tres dimensiones siguientes:
- control
del código o los códigos y de las modalidades de codificación;
- control
de los canales, es decir, de las modalidades de circulación
de los mensajes;
- control
de las modalidades de decodificación e interpretación.
¿Cómo
lo hace?
- aumenta
la redundancia de los mensajes que consolidan su propia posición;
- acomete
con rumores o bien con perturbaciones propiamente dichas
la codificación y circulación de los mensajes que podrían
invalidar su posición.
Así,
el sector subalterno es obligado a decodificar fácilmente,
al punto de considerarlos “reales” o “naturales”, esos mensajes
que se caracterizan por:
- ser
suficientemente redundantes para superar el rumor o la
perturbación que podrían falsear su recepción;
- ser transmitidos
en forma codificada y por medio de canales exentos de rumores o
perturbaciones.
El
sector subalterno reduce a su mínima expresión, o bien no considera
necesaria, la operación de separar y desechar la información espuria
del total de la información.
El
sector predominante está en la posición de transmisor que
impone, a sí mismo y a los otros sectores, la aceptación de
ciertos sistemas de signos y no de otros; o también, puede tratarse
de transmisores subalternos que, sometidos al sector
predominante, se limitan a utilizar los códigos de éste o en
caso contrario se callan.
Entonces,
el hablante individual, que no puede controlar ni los códigos ni
los canales, no sigue más el
proceso operativo y de producción lingüística al que, no obstante, pertenece.
El
proceso operativo lingüístico, así como el proceso de
producción y circulación lingüística, al asumir la forma
institucionalizada de un capital y de un mercado –que ningún
hablante puede cambiar a voluntad, se vuelven exteriores al
hablante.
De
este modo, el hablante es asumido como funcional, al servicio
de la sociedad donde nace o vive, porque:
- se le
pide e impone que suministre su fuerza operativa lingüística;
- se le
enseñan obligatoriamente las modalidades del suministro, a saber:
-
debe usar productos ya existentes:
-
debe consumir esos productos reproduciéndolos
inconscientemente según modelos que de esa forma son perpetrados y
legitimados;
-
debe transmitir esos mensajes y no otros:
-
puede entender esos mensajes y no otros.
Si el
hablante logra rechazar esos modelos que le son impuestos, es expulsado
o marginado de la sociedad lingüística. El que no aprende a
hablar como los demás o se pone a hablar una lengua que personalmente
desvió de esos modelos, ya no es entendido.
Lo
que se transmite, entonces, es que la producción es el mero uso de
productos.
Los
resultados del proceso de producción lingüística llevado a cabo por el
hombre, no son presentados como productos de la acción humana previa,
sino como algo natural sobre lo que el hombre ya no interviene.
Así
resulta ignorado (negado) que el hombre ha intervenido y que sin su intervención
jamás se hubieran formado esos productos lingüísticos.
Como
consecuencia, el hombre se niega a sí mismo en su rol activo de
productor del lenguaje, afirmándose como mero portador
(portavoz), repetidor y víctima del proceso social de la
producción lingüística (*).
La
capacidad de producción del lenguaje es una cualidad constitutiva
de lo humano. Si sus mismos productos, los ‘producidos’(**) del
hombre, se organizaron en sistemas por encima y en contra de él, el
hombre no pudiendo ya ser lingüístico, necesariamente se vuelve sub-humano.
Está por debajo de sus propios productos, literalmente.
(*)
lo que Marcuse llamó "lingüística de la represión"
(**)
redundando... ¿se advierte claramente el ‘participio pasivo
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