La idea originaria fue hacer algo para el día
del amigo. Al menos fue lo que se le ocurrió a la gorda Rieznik.
También pensó que lo más apropiado era una misa. Para que la
ayudara en los detalles de organización, Raquel Rieznik eligió a
Carol. Juntas -aunque las decisiones importantes las tomaba Raquel
porque Carol parecía dejarse arrastrar por una suerte de
fatalidad y no demostraba mucha iniciativa- armaron la lista de
invitados y se dividieron las tareas.
A Raquel le correspondió concertar los
detalles con la iglesia que ella misma eligió sosteniendo un
argumento incontestable: en el subsuelo de esa iglesia se guardaba
la biblioteca que había pertenecido a la querida profesora
Evelina Zalazar, célebre hispanista tan recordada por todos,
aunque por distintas razones.
A Carol le tocaron detalles más domésticos:
encargarse del aviso en el diario y comprar los vasitos
descartables para el café con masitas que servirían después de
la ceremonia. Las masitas se las encargaron a Norma, la hermana de
Martín.
Carol nunca supo por qué la misa no se pudo
hacer el día 20 –ya que se había pensado en el día del
amigo-, pero cuando se enteró de que la misa se haría el 24 de
julio, se sonrió pícara: era noche de brujas, y a ella que había
nacido el día de las brujas no podía parecerle una mala fecha.
Entre las muchas invitaciones que hizo para
la misa del 24, Carol llamó a Nicolás y quedó en pasar por su
casa distante cinco cuadras de la iglesia elegida, para llegar
juntos.
Carol llegó temprano a la casa de Nicolás.
No llovía, pero respetuosa del pronóstico meteorológico,
llevaba un impermeable rojo brillante sobre un traje sastre también
rojo. Imposible no verla. Tocó el portero eléctrico y entró.
Subió los dieciséis pisos. Nicolás la estaba esperando en el
palier.
Cuando se vieron se abrazaron emocionados. A
Carol le llamó la atención el pelo tan largo de Nicolás. Hacía
casi un año que no se veían pese a que en los últimos tres
meses se habían hablado por teléfono casi a diario. Por lo demás,
Nicolás estaba igual.
Inquieto, la llevó por todas las
habitaciones de la casa, le preparó un café descafeinado, y la
dejó curioseando novedades, mientras le pedía consejo sobre qué
ropa ponerse, en un incesante ir y venir con una percha en la mano
desde su dormitorio hasta el lugar que estuviera recorriendo Carol
en ese momento.
Carol, opinaba displicentemente mientras se
detenía ante los cuadros del living, ojeaba las revistas que había
en la mesa ratona o hacía observaciones críticas sobre los dos
enormes zapallos de papel mashé que descansaban en el piso junto
a la biblioteca, y que Nicolás había hecho en el período en que
había perdido el entusiasmo por diseñar máscaras.
Al rato, Carol se refugió en el balcón,
para tomar el café y fumar un cigarrillo mientras miraba la caída
del sol sobre el río. Carol revisó despacio el Botánico, los
edificios teñidos de naranja oscuro, los cambiantes dibujos de
unas pocas nubes violetas que enmarcaban el fuego del sol. Un avión
la sorprendió y la distrajo un instante de su prolijo paseo
visual.
Nicolás ya estaba listo. Había elegido un
pantalón oscuro, una camisa azul pastel que resaltaba el azul de
sus ojos brillantes, y una campera de cuero con flecos que Carol
elogió con entusiasmo.
Carol quiso ir a la habitación que Nicolás
llamaba el "taller", para ver en qué estado estaba la máscara
que prefería de todas las que había hecho Nicolás. El nunca
estaba conforme, pero por esas épocas ya sólo le cambiaba el
color. Ese día la máscara tenía un color perlado, casi blanco.
Se destacaba su forma. La larga barba, los ojos enormes y vacíos,
las grandes orejas contrastando con dos cuernos laterales que eran
apenas una par de protuberancias, y el imponente cuerno central,
arqueado y sensual. Resplandecía -pensaba Carol- ese aire a macho
cabrío muy sofisticado que la atrapaba en esa máscara.
Fue entonces que se miraron inquietos. Sabían
que se estaban demorando más de la cuenta, pese a que Carol había
llegado temprano. En esa mirada constataron que en realidad
ninguno de los dos quería ir a la misa, aunque supieran que no
podían evitarlo.
Nicolás se animó y propuso:
- Antes de ir nos haría falta algo. ¿No? -
Y la miró con un gesto de complicidad que a ella le recordó los
rasgos de otro hombre.
- Voy a armar un porrito. ¿Querés?
- Es lo más indicado para que podamos ir.-
lo animó ella.
Mientras con movimientos rápidos Nicolás
revolvía cajitas en un placard, y hábilmente esparcía la hierba
en el papel armando el porro y lo prendía, se puso sobriamente
nostálgico y dijo:
- ¿Sabés? Hoy me encontré con Rodolfo,
fue de casualidad, y le comenté que te iba a ver a la tarde.
Pensar, le dije, cuánto nos divertíamos los tres con Martín y
Carol en Barcelona, y hoy tengo que ir con Carol a esa misa...
Compartieron el porro lentamente, mirándose.
Cuando terminaron de fumar, Nicolás se puso
la campera y Carol el impermeable. Salieron sin una palabra. Ya en
la calle caminaron abrazados, haciendo comentarios banales sobre
la humedad, y bromeando sobre la bolsa con los vasitos
descartables que cargaba Carol.
Nicolás quiso detenerse en un kiosco para
comprar pastillas.
Carol empezó a desesperarse cuando la
investigación sobre los productos del mercado de las golosinas
alcanzó los cinco minutos de consulta, pero, ante la indomable
parsimonia de Nicolás se resignó y esperó a que tomara la
decisión final sobre las pastillas que compraría.
Finalizado el episodio del kiosco, doblaron
y a mitad de cuadra encontraron la dirección de la iglesia. Había
una reja y un cartel que decía "Iglesia Ortodoxa
Argentina".
Carol pensó: "Martín cuando era chico
era de la Acción Católica, el lugar lo eligió Raquel que es judía:
la ecuación es perfecta."
Subieron unos escalones y entraron.
Con una rápida mirada, casi vertiginosa,
Carol advirtió tres cosas: había mucha gente pero aún no habían
prendido las luces, en la última fila de la izquierda estaban
sentados juntos Adolfo -que había sido su pareja algunos años- y
Ángela –su amiga y luego rival-, la gorga Rieznik los esperaba
impaciente ya.
Raquel, apenas entraron, se abalanzó sobre
Carol y la saludó preguntando apremiantemente por los vasitos
descartables, que Carol procedió a entregarle. Raquel se alejó
con los vasitos hacia un lugar lateral que podría ser la sacristía.
Carol aprovechó ese momento para tomar del brazo a Nicolás y
llevarlo hacia adelante. Allá saludó a Norma y otros amigos, y
convenció a Nicolás para que se sentaran en la primera fila de
la derecha.
Ya ubicados, Carol no pudo contener su
inveterada costumbre de observar todo lo que pasaba a su
alrededor. Constató, no sin un dejo de satisfacción, que las
sombras de las velas no favorecían el rostro de Ángela. Vio a
Tito, el hermano de Martín. Sentada en un sillón que parecía
conferirle alguna importancia vio a una anciana bajita, con cara
de duende, y reconoció –no pudo no hacerlo- en esa señora a la
madre de la gorda Rieznik por la descripción que tantas veces había
hecho Martín de la mujer.
La propia Raquel interrumpió los
pensamientos de Carol al presentarle a Ana, anfitriona del lugar,
hija y custodia de la obra y documentación de la ponderada
Evelina Zalazar, quien sería la conductora de la ceremonia.
Como mentoras y responsables absolutas del
acto, Raquel y Carol, dieron instrucciones a Ana para que diera
comienzo a la misa.
Carol volvió a su asiento junto a Nicolás
que estaba totalmente abstraído. Delante de ellos se agrupó un
conjunto de personas jóvenes con partituras en sus manos, a los
que se sumó Ana, quien haciendo sonar un diapasón junto a su
oreja, dio la nota de comienzo al coro, que inició un canto
serio, si no solemne.
Carol aprovechó la pausa musical para
seguir con sus observaciones, la iglesia le pareció extraña, ni
tradicional, ni moderna, con cierto aire a las ortodoxas griegas,
con dos oficiantes, uno joven que estaba a la vista de todos y
otro anciano, que permanecía en un segundo plano, oculto en la
parte interna del altar.
El canto se interrumpió. Carol empezó a
perder la conciencia, o a soltar la memoria, permitiéndole que
registrara lo que ella misma quisiera, como si ya no dependiera de
su voluntad.
Así registró lo que después le pareció
el guión de una misa tamizado por un sueño.
Alcanzó a recordar oraciones salmodiadas,
extrañas señales de la cruz que los oficiantes se hacían de
derecha a izquierda, nuevos cantos, todos iniciados con el patrón
de la nota del diapasón en la oreja de Ana y su nota rectora
guiando al coro.
Carol se sobresaltó cuando Nicolás empezó
a seguir el canto, equivocando mucho la letra, claro, pero con un
entusiasmo inusitado.
El oficiante joven leyó un texto sagrado e
inmediatamente después el oficiante anciano inició su sermón.
Instantes antes lo habían acomodado. El anciano tenía
dificultades para caminar pero no quería sentarse. Lo ubicaron
entonces de pie con los brazos apoyados en el respaldo de un sillón
gemelo del que ocupaba la madre cara de duende de la gorda
Rieznik, y así, balconeando a la audiencia, dio su sermón en
francés.
El francés no era uno de los idiomas
favoritos de Nicolás. Tal vez por eso -Carol no quiso preguntárselo
por temor a una reacción inadecuada- Nicolás sacó del bolsillo
de su campera de cuero una cadenita de plata y comenzó a
deshacer, uno por uno, lenta e inexorablemente, una cantidad
interminable de nudos que tenía la cadenita.
El sermón fue largo, duró más que los
nudos de la cadenita de Nicolás. Era tarde, Nicolás también debía
tener hambre. Quizás eso lo llevó a recordar las pastillas, los
caramelos, que había comprado en el kiosco antes de entrar a la
iglesia. Las buscó en sus bolsillos hasta encontrarlas. Le ofreció
a Carol, que no quiso. A Ana, que tampoco. Y a su vecino de la
izquierda, a su derecha estaba Carol, quien le agradeció
rechazando el ofrecimiento. Resignado, Nicolás se comió las
pastillas, una por una, todas.
En algún tramo del paquete de pastillas,
Carol y Adolfo cruzaron miradas y se saludaron.
El oficiante anciano observaba a Nicolás
desenvolver lentamente cada caramelo mientras seguía hablando en
francés. Probablemente, la última pastilla le sirvió para
redondear conceptos, porque Carol creyó percibir que cuando Nicolás
terminó de comer pastillas, el oficiante terminó su sermón.
El resto a Carol le pareció una misa usual.
Ofrenda. Consagración. Gente que comulgó. El saludo de la paz.
Fue -sin duda no casualmente- el saludo de
la paz el que ofreció más dificultades.
Carol recibió una reprimenda por no hacerlo a su debido tiempo de
su vecina de atrás, lo cual le provocó una reacción no
relacionada con la paz que prefirió reprimir.
En ese momento, Raquel pidió la palabra. Se
ubicó en el centro de la escena, del altar, y hablando lentamente
y en voz baja, reseñó el por qué y las circunstancias que la
llevaron juntamente con Carol a realizar ese homenaje, puntualizó
su devoción por Evelina Zalazar agradeciendo los desvelos de la
anfitriona Ana, su hija, por acompañarlos en ese recuerdo, y
remató su discurso señalando que de maestros como Evelina
quedaban discípulos como Martín, como Carol, como Adolfo y como
ella. Carol y Adolfo se miraron con cómica desesperación:
ni ellos ni Martín habían sido discípulos de Evelina.
Y, finalmente, la bendición.
Carol suspiró con alivio, pensando que ya sólo
faltaba el café, el café que aclararía tal vez un poco la mente
de Nicolás.
Pero les esperaba una sorpresa. El oficiante
joven anunció que por ser noche de San Juan -noche de brujas había
bromeado Carol-, se encendería dentro de la iglesia una fogata,
mientras invitaba a los presentes a acercarse a una de las
esquinas del templo.
La concurrencia, con una expectativa módica,
comenzó a acercarse al lugar indicado. Adolfo tomó del brazo a
Carol al tiempo que le preguntaba a quién se le había ocurrido
semejante misa. Carol le sonrió y encogiéndose de hombros le
confesó que las organizadoras eran Raquel y ella pero que todas
las ideas habían sido de la gorda Rieznik.
La fogata fue pintoresca. Chisporroteó.
Cosquilleó con su olor a madera quemada. Y tiñó las paredes de
rojo reverberante. Pese a todo decepcionó a Carol: los rezos que
la acompañaron atacaron tan mediocremente la figura del demonio
que empañaron, a su gusto, la miscelánea que se filtraba entre
esa misa y un aquelarre.
Finalmente, con un dejo imperativo en la voz
que la convertía en una invitación irrenunciable, el oficiante
anciano anunció en
castellano que todos los presentes podían acercarse para
compartir el pan. Todos, los creyentes y los ateos, los absueltos
y los que no deseaban confesar sus pecados.
- La
categorización es tan amplia que no vamos a poder zafar-,
le dijo en voz baja
Carol a Adolfo que ya la conducía a la fila que se había formado
frente a la canasta que contenía rodajas de pan francés. Cada
uno recibió su pan y comenzó a mordisquearlo mientras recibía
una última bendición y optaba, en virtud de su carácter de
invitado especial o común, entre la salida de la iglesia y una
escalerita lateral que llevaba a la biblioteca de Evelina donde se
serviría el café para los amigos.
Carol bajó junto a Adolfo, más atrás los
seguía Nicolás. Una vez abajo, la hermana de Martín le presentó
a Carol a algunos primos y familiares y señaló al grupo
encabezado por Carol como "los amigos de la facultad".
Carol y Adolfo se refugiaron en un rincón.
Con la naturalidad de los años en que habían sido una pareja, se
intercambiaron cigarrillos y se sirvieron el café en los vasitos
descartables, entre risas y bromas tontas que pretendían inútilmente
levantar como lema "a pesar de todo".
Inmediatamente se les unieron Raquel, Nicolás,
Ángela, Norma, y también Tito, que quería que le contaran anécdotas
de Martín en sus tiempos de estudiante.
Carol miró a Ana, a los oficiantes viejo y
joven, a Norma, a los familiares de Martín, los estantes con los
libros de Evelina, y comenzó a sentirse distante de ese lugar y
ese tiempo. Se perdió un rato, paseando los ojos por los
renglones de la copia del último trabajo de Martín que acababa
de entregarle Norma. Leyó: ¿”Quién reclamará tu
ausencia?(...) comprende que lo que le toca vivir es una farsa y
que su destino ineluctable es la muerte (...) yo muero por la
libertad, por la libertad que ha dado sentido a veinte años de mi
vida y por haber escrito lo que me salía del alma y de mi moral
de la historia"...
La voz estridente de Ángela diciendo
"porque ustedes los de letras", desmintiendo el paso del
tiempo y de los acontecimientos, hizo que Carol volviera a la
realidad del café en la biblioteca.
Carol miró a Ángela, se puso derecha plantándose
como mujer, y se sorprendió por haber sentido alguna vez a Ángela
como a una rival.
Carol se acercó a Adolfo y lo invitó a
tomar un café en otra parte. Nicolás se consideró naturalmente
invitado. Carol comandó la despedida. Saludaron a todos y, tras
subir la escalera, salieron de la iglesia por la puerta del
frente.
Caminaron cuatro o cinco cuadras en busca de
un café. Carol, en el medio, agarraba del brazo a los dos
hombres. Hacían comentarios
de circunstancia. Cuando llegaron al bar y se
instalaron, empezaron a hablar en serio.
Nicolás habló de sus pacientes y de su
mudanza, postergada desde que se conocían, al piso dieciséis de
la torre, al departamento que le había regalado su padre antes de
morir.
Carol le preguntó a Adolfo por su bebé, el
chico que ya tenía dos años y todavía era una incógnita porque
Adolfo no le había hablado de él a sus amigos. Nicolás,
asombrado, le pidió detalles. Adolfo le dio datos. Carol, mirando
los ojos de Adolfo con ternura, le pidió fotos del chico. Adolfo
sonrió aliviado, se excusó porque no tenía, y prometió llevar
algunas la próxima vez que se encontraran.
Así llegaron a Martín. Intercambiaron
información y lamentos. Compartieron el dolor con los ojos apenas
brillantes. Carol contó que alguien le había preguntado a Martín
en la clínica: "Tenés bronca?", y que Martín, con ese
gesto de desdén que era tan suyo, había contestado:
"No...Viví como quise". Adolfo se revolvió en el
asiento, con gesto de disgusto. Nicolás se quedó con la vista
fija y, al rato, suspiró. Carol los miraba tratando de adivinar
los pensamientos de cada uno. Ella necesitaba, visceralmente, que
esa respuesta de Martín fuera verdad.
La conversación se apagó.
Se había hecho tarde. Los tres salieron del
bar prometiéndose futuros encuentros, que no estaban seguros de
llegar a cumplir.
Se
abrazaron. Adolfo paró un taxi para Carol y otro para él.
Los
dos taxis arrancaron y Nicolás empezó a caminar lentamente de
regreso a su casa.
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