"Casi siempre se hallan en nuestras manos los  recursos que pedimos al cielo." 
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  ARTÍCULOS: ARCHIVO

 


Diapasón
relato por Cecilia Suárez

 

Así sucede en la ceremonia: fuera del ritual,
 
no eres nadie
.
Jean Baudrillard


La idea originaria fue hacer algo para el día del amigo. Al menos fue lo que se le ocurrió a la gorda Rieznik. También pensó que lo más apropiado era una misa. Para que la ayudara en los detalles de organización, Raquel Rieznik eligió a Carol. Juntas -aunque las decisiones importantes las tomaba Raquel porque Carol parecía dejarse arrastrar por una suerte de fatalidad y no demostraba mucha iniciativa- armaron la lista de invitados y se dividieron las tareas.

A Raquel le correspondió concertar los detalles con la iglesia que ella misma eligió sosteniendo un argumento incontestable: en el subsuelo de esa iglesia se guardaba la biblioteca que había pertenecido a la querida profesora Evelina Zalazar, célebre hispanista tan recordada por todos, aunque por distintas razones.

A Carol le tocaron detalles más domésticos: encargarse del aviso en el diario y comprar los vasitos descartables para el café con masitas que servirían después de la ceremonia. Las masitas se las encargaron a Norma, la hermana de Martín.

Carol nunca supo por qué la misa no se pudo hacer el día 20 –ya que se había pensado en el día del amigo-, pero cuando se enteró de que la misa se haría el 24 de julio, se sonrió pícara: era noche de brujas, y a ella que había nacido el día de las brujas no podía parecerle una mala fecha.

Entre las muchas invitaciones que hizo para la misa del 24, Carol llamó a Nicolás y quedó en pasar por su casa distante cinco cuadras de la iglesia elegida, para llegar juntos.

Carol llegó temprano a la casa de Nicolás. No llovía, pero respetuosa del pronóstico meteorológico, llevaba un impermeable rojo brillante sobre un traje sastre también rojo. Imposible no verla. Tocó el portero eléctrico y entró. Subió los dieciséis pisos. Nicolás la estaba esperando en el palier.

Cuando se vieron se abrazaron emocionados. A Carol le llamó la atención el pelo tan largo de Nicolás. Hacía casi un año que no se veían pese a que en los últimos tres meses se habían hablado por teléfono casi a diario. Por lo demás, Nicolás estaba igual.

Inquieto, la llevó por todas las habitaciones de la casa, le preparó un café descafeinado, y la dejó curioseando novedades, mientras le pedía consejo sobre qué ropa ponerse, en un incesante ir y venir con una percha en la mano desde su dormitorio hasta el lugar que estuviera recorriendo Carol en ese momento.   

Carol, opinaba displicentemente mientras se detenía ante los cuadros del living, ojeaba las revistas que había en la mesa ratona o hacía observaciones críticas sobre los dos enormes zapallos de papel mashé que descansaban en el piso junto a la biblioteca, y que Nicolás había hecho en el período en que había perdido el entusiasmo por diseñar máscaras.

Al rato, Carol se refugió en el balcón, para tomar el café y fumar un cigarrillo mientras miraba la caída del sol sobre el río. Carol revisó despacio el Botánico, los edificios teñidos de naranja oscuro, los cambiantes dibujos de unas pocas nubes violetas que enmarcaban el fuego del sol. Un avión la sorprendió y la distrajo un instante de su prolijo paseo visual.

Nicolás ya estaba listo. Había elegido un pantalón oscuro, una camisa azul pastel que resaltaba el azul de sus ojos brillantes, y una campera de cuero con flecos que Carol elogió con entusiasmo.

Carol quiso ir a la habitación que Nicolás llamaba el "taller", para ver en qué estado estaba la máscara que prefería de todas las que había hecho Nicolás. El nunca estaba conforme, pero por esas épocas ya sólo le cambiaba el color. Ese día la máscara tenía un color perlado, casi blanco. Se destacaba su forma. La larga barba, los ojos enormes y vacíos, las grandes orejas contrastando con dos cuernos laterales que eran apenas una par de protuberancias, y el imponente cuerno central, arqueado y sensual. Resplandecía -pensaba Carol- ese aire a macho cabrío muy sofisticado que la atrapaba en esa máscara.

Fue entonces que se miraron inquietos. Sabían que se estaban demorando más de la cuenta, pese a que Carol había llegado temprano. En esa mirada constataron que en realidad ninguno de los dos quería ir a la misa, aunque supieran que no podían evitarlo.

Nicolás se animó y propuso:

- Antes de ir nos haría falta algo. ¿No? - Y la miró con un gesto de complicidad que a ella le recordó los rasgos de otro hombre.

- Voy a armar un porrito. ¿Querés?

- Es lo más indicado para que podamos ir.- lo animó ella.

Mientras con movimientos rápidos Nicolás revolvía cajitas en un placard, y hábilmente esparcía la hierba en el papel armando el porro y lo prendía, se puso sobriamente nostálgico y dijo:

- ¿Sabés? Hoy me encontré con Rodolfo, fue de casualidad, y le comenté que te iba a ver a la tarde. Pensar, le dije, cuánto nos divertíamos los tres con Martín y Carol en Barcelona, y hoy tengo que ir con Carol a esa misa...

Compartieron el porro lentamente, mirándose.

Cuando terminaron de fumar, Nicolás se puso la campera y Carol el impermeable. Salieron sin una palabra. Ya en la calle caminaron abrazados, haciendo comentarios banales sobre la humedad, y bromeando sobre la bolsa con los vasitos descartables que cargaba Carol.

Nicolás quiso detenerse en un kiosco para comprar pastillas.

Carol empezó a desesperarse cuando la investigación sobre los productos del mercado de las golosinas alcanzó los cinco minutos de consulta, pero, ante la indomable parsimonia de Nicolás se resignó y esperó a que tomara la decisión final sobre las pastillas que compraría.

Finalizado el episodio del kiosco, doblaron y a mitad de cuadra encontraron la dirección de la iglesia. Había una reja y un cartel que decía "Iglesia Ortodoxa Argentina".

Carol pensó: "Martín cuando era chico era de la Acción Católica, el lugar lo eligió Raquel que es judía: la ecuación es perfecta."

Subieron unos escalones y entraron.

Con una rápida mirada, casi vertiginosa, Carol advirtió tres cosas: había mucha gente pero aún no habían prendido las luces, en la última fila de la izquierda estaban sentados juntos Adolfo -que había sido su pareja algunos años- y Ángela –su amiga y luego rival-, la gorga Rieznik los esperaba impaciente ya.

Raquel, apenas entraron, se abalanzó sobre Carol y la saludó preguntando apremiantemente por los vasitos descartables, que Carol procedió a entregarle. Raquel se alejó con los vasitos hacia un lugar lateral que podría ser la sacristía. Carol aprovechó ese momento para tomar del brazo a Nicolás y llevarlo hacia adelante. Allá saludó a Norma y otros amigos, y convenció a Nicolás para que se sentaran en la primera fila de la derecha.

Ya ubicados, Carol no pudo contener su inveterada costumbre de observar todo lo que pasaba a su alrededor. Constató, no sin un dejo de satisfacción, que las sombras de las velas no favorecían el rostro de Ángela. Vio a Tito, el hermano de Martín. Sentada en un sillón que parecía conferirle alguna importancia vio a una anciana bajita, con cara de duende, y reconoció –no pudo no hacerlo- en esa señora a la madre de la gorda Rieznik por la descripción que tantas veces había hecho Martín de la mujer.

La propia Raquel interrumpió los pensamientos de Carol al presentarle a Ana, anfitriona del lugar, hija y custodia de la obra y documentación de la ponderada Evelina Zalazar, quien sería la conductora de la ceremonia.

Como mentoras y responsables absolutas del acto, Raquel y Carol, dieron instrucciones a Ana para que diera comienzo a la misa.

Carol volvió a su asiento junto a Nicolás que estaba totalmente abstraído. Delante de ellos se agrupó un conjunto de personas jóvenes con partituras en sus manos, a los que se sumó Ana, quien haciendo sonar un diapasón junto a su oreja, dio la nota de comienzo al coro, que inició un canto serio, si no solemne.

Carol aprovechó la pausa musical para seguir con sus observaciones, la iglesia le pareció extraña, ni tradicional, ni moderna, con cierto aire a las ortodoxas griegas, con dos oficiantes, uno joven que estaba a la vista de todos y otro anciano, que permanecía en un segundo plano, oculto en la parte interna del altar.

El canto se interrumpió. Carol empezó a perder la conciencia, o a soltar la memoria, permitiéndole que registrara lo que ella misma quisiera, como si ya no dependiera de su voluntad.

Así registró lo que después le pareció el guión de una misa tamizado por un sueño.

Alcanzó a recordar oraciones salmodiadas, extrañas señales de la cruz que los oficiantes se hacían de derecha a izquierda, nuevos cantos, todos iniciados con el patrón de la nota del diapasón en la oreja de Ana y su nota rectora guiando al coro.

Carol se sobresaltó cuando Nicolás empezó a seguir el canto, equivocando mucho la letra, claro, pero con un entusiasmo inusitado.

El oficiante joven leyó un texto sagrado e inmediatamente después el oficiante anciano inició su sermón. Instantes antes lo habían acomodado. El anciano tenía dificultades para caminar pero no quería sentarse. Lo ubicaron entonces de pie con los brazos apoyados en el respaldo de un sillón gemelo del que ocupaba la madre cara de duende de la gorda Rieznik, y así, balconeando a la audiencia, dio su sermón en francés.

El francés no era uno de los idiomas favoritos de Nicolás. Tal vez por eso -Carol no quiso preguntárselo por temor a una reacción inadecuada- Nicolás sacó del bolsillo de su campera de cuero una cadenita de plata y comenzó a deshacer, uno por uno, lenta e inexorablemente, una cantidad interminable de nudos que tenía la cadenita.

El sermón fue largo, duró más que los nudos de la cadenita de Nicolás. Era tarde, Nicolás también debía tener hambre. Quizás eso lo llevó a recordar las pastillas, los caramelos, que había comprado en el kiosco antes de entrar a la iglesia. Las buscó en sus bolsillos hasta encontrarlas. Le ofreció a Carol, que no quiso. A Ana, que tampoco. Y a su vecino de la izquierda, a su derecha estaba Carol, quien le agradeció rechazando el ofrecimiento. Resignado, Nicolás se comió las pastillas, una por una, todas.

En algún tramo del paquete de pastillas, Carol y Adolfo cruzaron miradas y se saludaron.

El oficiante anciano observaba a Nicolás desenvolver lentamente cada caramelo mientras seguía hablando en francés. Probablemente, la última pastilla le sirvió para redondear conceptos, porque Carol creyó percibir que cuando Nicolás terminó de comer pastillas, el oficiante terminó su sermón.

El resto a Carol le pareció una misa usual. Ofrenda. Consagración. Gente que comulgó. El saludo de la paz.

Fue -sin duda no casualmente- el saludo de la paz el que ofreció más  dificultades. Carol recibió una reprimenda por no hacerlo a su debido tiempo de su vecina de atrás, lo cual le provocó una reacción no relacionada con la paz que prefirió reprimir.

En ese momento, Raquel pidió la palabra. Se ubicó en el centro de la escena, del altar, y hablando lentamente y en voz baja, reseñó el por qué y las circunstancias que la llevaron juntamente con Carol a realizar ese homenaje, puntualizó su devoción por Evelina Zalazar agradeciendo los desvelos de la anfitriona Ana, su hija, por acompañarlos en ese recuerdo, y remató su discurso señalando que de maestros como Evelina quedaban discípulos como Martín, como Carol, como Adolfo y como  ella. Carol y Adolfo se miraron con cómica desesperación: ni ellos ni Martín habían sido discípulos de Evelina.

Y, finalmente, la bendición.

Carol suspiró con alivio, pensando que ya sólo faltaba el café, el café que aclararía tal vez un poco la mente de Nicolás.

Pero les esperaba una sorpresa. El oficiante joven anunció que por ser noche de San Juan -noche de brujas había bromeado Carol-, se encendería dentro de la iglesia una fogata, mientras invitaba a los presentes a acercarse a una de las esquinas del templo.

La concurrencia, con una expectativa módica, comenzó a acercarse al lugar indicado. Adolfo tomó del brazo a Carol al tiempo que le preguntaba a quién se le había ocurrido semejante misa. Carol le sonrió y encogiéndose de hombros le confesó que las organizadoras eran Raquel y ella pero que todas las ideas habían sido de la gorda Rieznik.

La fogata fue pintoresca. Chisporroteó. Cosquilleó con su olor a madera quemada. Y tiñó las paredes de rojo reverberante. Pese a todo decepcionó a Carol: los rezos que la acompañaron atacaron tan mediocremente la figura del demonio que empañaron, a su gusto, la miscelánea que se filtraba entre esa misa y un aquelarre.

Finalmente, con un dejo imperativo en la voz que la convertía en una invitación irrenunciable, el oficiante anciano anunció  en castellano que todos los presentes podían acercarse para compartir el pan. Todos, los creyentes y los ateos, los absueltos y los que no deseaban confesar sus pecados.

- La categorización es tan amplia que no vamos a poder zafar-, le dijo en voz baja Carol a Adolfo que ya la conducía a la fila que se había formado frente a la canasta que contenía rodajas de pan francés. Cada uno recibió su pan y comenzó a mordisquearlo mientras recibía una última bendición y optaba, en virtud de su carácter de invitado especial o común, entre la salida de la iglesia y una escalerita lateral que llevaba a la biblioteca de Evelina donde se serviría el café para los amigos.

Carol bajó junto a Adolfo, más atrás los seguía Nicolás. Una vez abajo, la hermana de Martín le presentó a Carol a algunos primos y familiares y señaló al grupo encabezado por Carol como "los amigos de la facultad".

Carol y Adolfo se refugiaron en un rincón. Con la naturalidad de los años en que habían sido una pareja, se intercambiaron cigarrillos y se sirvieron el café en los vasitos descartables, entre risas y bromas tontas que pretendían inútilmente levantar como lema "a pesar de todo".

Inmediatamente se les unieron Raquel, Nicolás, Ángela, Norma, y también Tito, que quería que le contaran anécdotas de Martín en sus tiempos de estudiante.

Carol miró a Ana, a los oficiantes viejo y joven, a Norma, a los familiares de Martín, los estantes con los libros de Evelina, y comenzó a sentirse distante de ese lugar y ese tiempo. Se perdió un rato, paseando los ojos por los renglones de la copia del último trabajo de Martín que acababa de entregarle Norma. Leyó: ¿”Quién reclamará tu ausencia?(...) comprende que lo que le toca vivir es una farsa y que su destino ineluctable es la muerte (...) yo muero por la libertad, por la libertad que ha dado sentido a veinte años de mi vida y por haber escrito lo que me salía del alma y de mi moral de la historia"...

La voz estridente de Ángela diciendo "porque ustedes los de letras", desmintiendo el paso del tiempo y de los acontecimientos, hizo que Carol volviera a la realidad del café en la biblioteca.

Carol miró a Ángela, se puso derecha plantándose como mujer, y se sorprendió por haber sentido alguna vez a Ángela como a una rival.

Carol se acercó a Adolfo y lo invitó a tomar un café en otra parte. Nicolás se consideró naturalmente invitado. Carol comandó la despedida. Saludaron a todos y, tras subir la escalera, salieron de la iglesia por la puerta del frente.

Caminaron cuatro o cinco cuadras en busca de un café. Carol, en el medio, agarraba del brazo a los dos hombres. Hacían  comentarios de circunstancia. Cuando llegaron al bar y se  instalaron, empezaron a hablar en serio.

Nicolás habló de sus pacientes y de su mudanza, postergada desde que se conocían, al piso dieciséis de la torre, al departamento que le había regalado su padre antes de morir.

Carol le preguntó a Adolfo por su bebé, el chico que ya tenía dos años y todavía era una incógnita porque Adolfo no le había hablado de él a sus amigos. Nicolás, asombrado, le pidió detalles. Adolfo le dio datos. Carol, mirando los ojos de Adolfo con ternura, le pidió fotos del chico. Adolfo sonrió aliviado, se excusó porque no tenía, y prometió llevar algunas la próxima vez que se encontraran.

Así llegaron a Martín. Intercambiaron información y lamentos. Compartieron el dolor con los ojos apenas brillantes. Carol contó que alguien le había preguntado a Martín en la clínica: "Tenés bronca?", y que Martín, con ese gesto de desdén que era tan suyo, había contestado: "No...Viví como quise". Adolfo se revolvió en el asiento, con gesto de disgusto. Nicolás se quedó con la vista fija y, al rato, suspiró. Carol los miraba tratando de adivinar los pensamientos de cada uno. Ella necesitaba, visceralmente, que esa respuesta de Martín fuera verdad.

La conversación se apagó.

Se había hecho tarde. Los tres salieron del bar prometiéndose futuros encuentros, que no estaban seguros de llegar a cumplir.

Se abrazaron. Adolfo paró un taxi para Carol y otro para él.

Los dos taxis arrancaron y Nicolás empezó a caminar lentamente de regreso a su casa.

 

 

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