Hemos llegado a un punto
en que hemos perdido uno de nuestros más sagrados derechos
ciudadanos: el derecho a la información referencial, aquella que
nos pone al tanto de los hechos relevantes sin pretender manejar
interesadamente nuestras emociones y nuestras conductas.
Al contrario de eso, las organizaciones de comunicación masiva se
han empeñado en castrarnos toda capacidad de contrastación y de
crítica racional, intentando dirigir nuestros pensamientos y
nuestras adhesiones personales de un modo francamente abusivo y
salvaje, excluyendo de sus perspectivas prácticamente cualquier
otra estrategia que no sea la de ponernos a unos contra otros y
descartando groseramente cualquier otro fin que no sea el de sus
propias visiones y conveniencias socio-políticas.
Lamentablemente, desde muchísimo tiempo antes de la actual
coyuntura política venezolana, ya una gran parte de nuestras
organizaciones de comunicación masiva venían históricamente
moviéndose dentro de dos grandes tradiciones nefastas de gestión
comunicacional: la tradición amarillista y la tradición
mercenaria.
Bajo la gestión amarillista, el derecho ciudadano a la información
estuvo siempre supeditado a la explotación de la desgracia y el
dolor humanos en función del impacto emocional (irracional)
potencialmente generador de grandes dividendos. En Latinoamérica,
tal vez el caso más patético de amarillismo es, durante la
conocida tragedia de Armero, en Colombia, aquella niña, Omayra Sánchez,
hundiéndose en una masa de barro, sin que nadie la ayudara, y el
grupo de reporteros a su alrededor, entrevistándola "en
vivo" acerca de cómo se sentía muriendo de ese modo (véase
la foto, aquí mismo).
Aparte de ese caso, son ya consuetudinarios los programa del tipo
"Ocurrió así", "Cristina", etc. Además,
todos estamos enterados de las graves críticas que psicólogos,
sociólogos y filósofos, desde hace muchos años, han dirigido
contra la TV en lo que toca a telenovelas, violencia, publicidad
nociva, etc. Los educadores de todas las épocas (excepto muchos
educadores venezolanos ahora, justo en este momento de conflicto)
han sido paladines en la lucha por un redimensionamiento de la
función social de los medios masivos. Hay muchos estudios que
evidencian el fracaso de la Educación formal a manos de los
medios masivos.
En el rubro de la comunicación mercenaria, la información a la
cual tiene derecho el ciudadano se administra en función de las
negociaciones de poder, llevadas a cabo en la penumbra de ciertos
escenarios políticos y empresariales, por vía de toda una maraña
de chantajes, de sicariato mediático, de alianzas y traiciones.
Dentro de esa lúgubre tradición mercenaria se han fabricado héroes
y líderes de papel, así como también demonios y cadáveres políticos
y empresariales. El periodismo mercenario es que el interviene con
la información en el medio de una lucha, poniéndose al lado del
mejor postor.
Todos en Venezuela reconocemos a algunos de estos personajes de
los medios de comunicación social, cuya notoriedad descansa sobre
la base de una trayectoria periodística mercenaria, vinculada a
la historia política venezolana.
Sin embargo estas dos tradiciones suelen unirse indisolublemente,
ya que a menudo el amarillismo se aprovecha también de conflictos
políticos económicamente rentables. De hecho, la historia
norteamericana reconoce en el Sr. Hearst al gran maestro del periodismo
amarillista y mercenario,
como sólida fusión de estrategias que, actuando sistemáticamente
en contra del derecho a la información, genera grandes dividendos
de poder, influencia y riqueza. Por cierto, da toda la impresión
de que nuestros medios masivos venezolanos se han orientado por
las enseñanzas de ese maestro norteamericano, tristemente grande.
Dentro de esa doble línea de tradición periodística se ha
montado ahora el comportamiento de todos los medios masivos
venezolanos ante el actual conflicto político venezolano,
trayendo varias consecuencias realmente tristes.
Una de estas consecuencias es el enorme estrés colectivo e
individual que todos los venezolanos estamos sufriendo de manera
cada vez más aguda e insoportable. Se trata de un estrés que
comienza a rayar en angustia, terror y en una significativa merma
de nuestras capacidades intelectuales y laborales.
Otra consecuencia, sumamente grave, es que una enorme parte de los
venezolanos, en especial aquéllos que han tomado partido de modo
relativamente fanático en alguno de los sectores enfrentados, han
llegado a un estado en el que prefieren que los medios les
mientan, siempre y cuando esa información falsa los complazca o
les convenga y, a la inversa, han llegado a preferir que les
oculten aquellas verdades que les resultan desagradables o
inconvenientes a su propio fanatismo. Una evidencia de esto está
en que muchos o casi todos saben que cada canal de TV minimiza
unas cosas y maximiza otras, oculta unas cosas e inventa otras.
Sin embargo, las personas continúan siendo fieles a su canal de
TV y lo defienden vehementemente en contra de los canales del otro
bando. Lo más racional sería protestar contra ese canal, emisora
o periódico que nos informa mal (al menos bajo el supuesto de que
cada quien valora su propio derecho a estar informado). Pero esto
está muy lejos de ocurrir. El venezolano, en general, ha
renunciado a su derecho a la información, a cambio de sus propios
intereses políticos.
Por supuesto, todo esto lo saben los gestores de los medios y lo
aprovechan decididamente. No podría haber una pérdida más
estrepitosa y más trágica del derecho a la información, un
derecho que va mucho más allá de los personajes políticos y
mucho más allá de esta situación histórica que estamos
viviendo. Dicha situación pasará alguna vez y pasarán también
los años, pero será ya muy difícil que en un futuro podamos
revalorizar y reconquistar nuestro derecho a estar
responsablemente informados.
El ejemplo más reciente es el caso actual de los tristes sucesos
de la Plaza Altamira, frente a otros sucesos igualmente
lamentables, como, por ejemplo, la gran tragedia de los 50 muertos
en un sitio nocturno de la Avenida Baralt. Nadie con un mínimo de
seriedad podría negar la abismal diferencia en el tratamiento que
hicieron los medios de esos dos casos, hasta el punto de que hay
algunos que todavía no se han enterado del segundo. Resulta muy
llamativo cómo varios medios, a los escasos dos minutos de haber
comenzado los sucesos de Altamira, ya habían concluido su labor
de investigadores, de abogados y de jueces, ofreciéndole al público
no sólo los resultados concluyentes del suceso, sino además toda
una edición de imágenes orientadas no a informar, sino a
impactar y, por tanto, a promover ciertas conductas masivas. De
allí en adelante, una leyenda fija en la parte inferior de la
pantalla, peligrosamente sugerente, orientaba cualquier detalle
noticioso al respecto: "la masacre de Altamira". Por
otro lado, ni siquiera nos aproximamos medianamente al dolor que
también debe estar todavía embargando a los familiares de los 50
muertos de la discoteca de la Baralt.
Alguien podría decir que el segundo caso es un accidente y el
primero un crimen. Pero no. Toda muerte es dolorosa y sólo una
mente muy ingenua supondría que fue esa la razón de la
diferencia en la cobertura mediática. Algo sumamente importante
es que el segundo suceso no genera dividendos noticiosos, mientras
que el primero es toda una mina.
En EUA, por ejemplo, ha habido crímenes mucho más espeluznantes,
como los asesinatos en colegios, las masacres en sitios públicos,
etc. (sin mencionar el hecho de que una gran cantidad de
presidentes y dirigentes norteamericanos han sido asesinados por
fanáticos o desquiciados). Sin embargo, aparte de algunos ribetes
amarillistas menores, estas masacres criminales no han recibido un
tratamiento tan significativamente orientado ni nadie los ha
asociado a la eventual responsabilidad que podría tener el
gobierno norteamericano en las neurosis de Vietnam (como sostienen
allá muchos críticos) ni a ninguna otra responsabilidad de
naturaleza política. Aquí, nuestros medios, en cambio, nos lo
presentan como algo único y excepcionalmente significativo en
todo escenario histórico. Creo que cualquier persona con cierta
criticidad estará de acuerdo en que una cosa ha sido el suceso
material, físico, de la tragedia de Altamira y otra cosa ha sido
la versión periodística del mismo. Me parece que no son dos
realidades idénticas.
Por supuesto que el caso Altamira no es el único ejemplo ni son
los medios privados los únicos responsables de la situación que
critico. Por parte de los medios masivos estatales podrían también
citarse muchos ejemplos análogos. Traigo a colación ese caso en
particular sólo porque es el de mayor impacto reciente y porque
parece tener, además, toda la carga de un peligroso detonante. En
efecto, dentro de este proceso de acumulación progresiva de
irracionalidad mediática en el cual los medios de uno y otro
bando han sido en alguna medida responsables, este caso particular
de tratamiento noticioso está muy cerca de la "gota que
colma el vaso". Cuando menos, nadie puede negar el inmenso
poder estresante que está teniendo sobre la mayoría de los
venezolanos.
Así, pues, este comportamiento de los medios masivos es uno de
los factores más importantes dentro de la actual crisis de
racionalidad que estamos viviendo a partir del conflicto político.
Estoy seguro de que si los medios modificaran esa tendencia, si se
dedicaran con total honestidad a actuar en función de nuestro
derecho a la información, eliminando toda intención amarillista
y mercenaria y deslastrándose de todo interés particular en
ciertas ganancias políticas, el conflicto político venezolano
podría resolverse con mucha mayor rapidez, mucho más
equilibradamente y con resultados más justos para todos.
Pero como esto último parece totalmente utópico, entonces no nos
queda más salida que hacer cada uno un esfuerzo, como ciudadanos,
como individuos y como grupos familiares, por fortalecer nuestra
capacidad crítica, por incrementar nuestras habilidades de análisis
e interpretación y por ser cognitivamente menos superficiales y más
profundos ante el manejo de la información. Creo que este es el
único camino posible ante el hecho de no contar con medios de
comunicación social: ya no tenemos periodistas, sino instigadores
armados con una cámara o grabador; no tenemos medios de información,
sino medios políticos de manipulación; no tenemos narradores de
noticias, sino voceros de los dueños de la información...
Sé que estas líneas corren el riesgo de ser entendidas bajo la
misma óptica que estoy criticando, sobre todo si se leen en términos
de esa complicidad con aquellos medios que nos digan lo que
queremos oír o lo que quisiéramos que ocurriera y que, tal como
dije antes, nos lleva a defenderlos sólo porque están de parte
de nuestro propio bando político. Bajo esa óptica, es posible,
por ejemplo, que todo el que critique a los medios sea visto implícitamente
como defensor del gobierno, olvidando toda una larga historia de
planteamientos académicos alrededor del fenómeno de la
comunicación social y del discurso público.
No obstante ese riesgo, repito, estas líneas quieren ir
desligadas de todo interés político. No es en absoluto nada
criticable el que cada quien tenga sus propios puntos de vista y
sus propias aspiraciones en materia política. Lo que sí critico
es que no nos permitan ubicar esos puntos de vista dentro de un
nivel de racionalidad política y de argumentación, que no nos
permitan intercambiar o debatir racionalmente nuestras ideas y,
sobre todo, que nos quiten el derecho a ser reconocidos y
valorados por las personas ubicadas en posiciones políticamente
divergentes, en especial si estas personas pertenecen justamente
al conjunto de nuestras amistades y seres queridos. Es triste que
hasta la amistad, el amor y los nexos familiares hayan llegado a
ser víctimas de la manipulación mediática y que estén quedando
cada vez más atrás ciertas nociones como las de
"reconocimiento del otro", "respeto a los demás",
"razonamiento", "análisis", etc.
Y es todavía más triste que esto ocurra dentro del sector de los
académicos e intelectuales, de quienes precisamente se espera que
cumplan con el liderazgo de la racionalidad y con su función
profesional de esclarecer los problemas y de arrojar luz sobre las
incógnitas. En la medida en que perdamos la racionalidad, en esa
medida habremos perdido todo.
Gentileza
de: http://alainet.org |