El
escritor se dio
cuenta de que cada parte de su cuerpo se movía de otra manera. Había
sensaciones olvidadas, como la euforia o la ilusión, y movimientos que le
salían bruscos, sin pedirle permiso a las cervicales, que se habían
vuelto tan susceptibles y mañeras. Estaba bajo el encanto de querer
erguirse sobre sus dos piernas para existir de verdad.
Días
después, seguía iluminado: los subtes dejaron de asustarlo, y la calle y
la ropa que se echaba encima, dejaron de hostigarlo. Se volvió lindo, a
fuerza de tanta libertad interior.
Durante
muchos años había soñado con salir de la prisión y dejarse correr
(como un lobo en el bosque, por ejemplo). Había soñado tantas veces con
mirarse al espejo y volar, fuera del papel en que escribía. Esas
sospechas (porque los sueños eran, para él, sospechas, en el mejor
sentido de la palabra) le dictaban una manera digna de estar en el mundo,
que le pertenecía. Sin embargo, siempre había pensado “no puedo
responder a las exigencias de mis sueños; es delirante.”
Pero no
dejó de soñar.
Se pobló
de ansiedades y expectativas. El trabajo forzado fue tornar las ansiedades
en fuerza creativa y las expectativas, en esperanza.
Así, se
esperó como se espera a un hijo, con todo el futuro por delante. Gestó
sus sueños, desde la seriedad de su esencia. Se rodeó de gente que podía
creer en la gestación y en el parto del alma y se sentó a esperar,
activamente, con todos los movimientos interiores del que va a nacer.
Sin darse
cuenta, empezó a parirse, porque él ya había construido laboriosamente
el camino. Las primeras contracturas lo sorprendieron en la calle. Salía
de la boca del subte, con paso seguro, cuando el sol le invadió la frente
y las pestañas. La mujer que pedía limosna en la escalinata gris, se
hizo paloma blanca y pudo sonreir por un instante hondo, y la gente gris del siempre ajetreado
Tribunales , sintió la estela de un sol que venía de abajo.
El
escritor no se había propuesto hacer esto o lo otro. No se había
propuesto nada esa vez, pero subía, conforme y redondo, la escalera de la
boca del subte.
Redondo
en sí mismo, nuevo, dorado, casi volando, caminó las calles con la
certeza de que ese estado de “naturalidad” consigo mismo, debía ser
registrado, patentado, para no olvidar las sensaciones y los sentimientos.
Entonces,
surgió la idea: salió de abajo, de muy abajo, de su sexo, de las entrañas,
y le vino a la lengua. “Iluminado”, se dijo, “estoy iluminado por la
pequeña pero poderosa luz de mi hechizo, el hechizo de la libertad que me
soñó entero. Dorado, estoy completamente dorado.”
A partir
de ese momento, cuando necesitaba recorrer su geografía, se conectaba con
su color, sus alas y su vuelo. Era como estar constantemente embarazado de
sí mismo, un acontecimiento. Algo muy fuerte sobrevendría, un evento de
sí.
En esos días,
volvía a su encuentro; entornaba los ojos y se encontraba con el hechizo:
un hombre con alas, dorado y en estado de creación.
Así se
veía y se seguía, para no perder su huella, cuando ya había conocido su
lumbre, es decir, cuando se
dio cuenta de que tenía una misión que cumplir.
*
Escritora argentina |