Hace veinte años veía yo en Paul Valery el más alto
exponente de la cultura occidental. Hoy continúo admirando al gran poeta
y ensayista, pero ya no representa nada para mi ese ideal. No puede
representarlo quien a lo largo de toda una vida consagrada a la meditación
y al a creación, ignoró soberanamente (y no sólo en sus escritos) los
dramas de la condición humana que en esos mismos años se abrían paso en
la obra epónima de un André Malraux y, desgarrada y contradictoriamente
pero de una manera admirable precisamente por ese desgarramiento y esas
contradicciones en un André Gide. Insisto en que a ningún escritor le
exijo que se haga tribuno de la lucha que en tantos frentes se está
librando contra el imperialismo en todas sus formas, pero sí que sea
testigo de su tiempo como lo querían Martínez Estrada y Camus y que su
obra o su vida (¿pero cómo separarlas?) den ese testimonio en la forma
que les sea propia. Ya no es posible respetar como se respetó en otros
tiempos al escritor que se refugiaba en una libertad mal entendida para
dar la espalda a su propio signo humano, a su pobre y maravillosa condición
de hombre entre hombres, de privilegiado entre desposeídos y
martirizados.
Para mi, Roberto, y con esto terminaré, nada de eso es fácil. El lento,
absorbente, infinito y egoísta comercio con la belleza y la cultura, la
vida en un continente donde unas pocas horas me ponen frente a los frescos
de Giotto o los de Velázquez del Prado, en la curva de Rialto del Gran
Canal o en las salas londinenses donde se diría que las pinturas de
Turner vuelven a inventar la luz, la tentación cotidiana de volver como
en otros tiempos a una entrega total y fervorosa a los problemas estéticos
e intelectuales, a la filosofía abstracta, a los altos juegos del
pensamiento y de la imaginación, a la creación sin otro fin que el
placer de la inteligencia y de la sensibilidad, libran en mi una
interminable batalla con el sentimiento de que nada de todo eso se
justifica éticamente si al mismo tiempo no se está abierto a los
problemas vitales de los pueblos, si no se asume decididamente de
intelectual del tercer mundo en la medida en que todo intelectual, hoy en
día, pertenece potencial o afectivamente al tercer mundo puesto que su
sola vocación es un peligro, una amenaza, un escándalo, para los que
apoyan lenta pero seguramente el dedo en el gatillo de la bomba.
Incapaz de acción política, no renuncio a mi solitaria vocación de
cultura, a mi empecinada búsqueda ontológica, a los juegos de la
imaginación en sus planos más vertiginosos; pero todo eso no gira ya en
si mismo y por si mismo, no tiene ya nada que ver con el cómodo humanismo
de los mandarines de occidente. En lo más gratuito que yo pueda escribir
asomará siempre una voluntad de contacto con el presente histórico del
hombre, una participación en su larga marcha hacia lo mejor de si mismo
como colectividad y humanidad. Estoy convencido de que sólo la obra de
aquellos intelectuales que responden a esa pulsión y a esa rebeldía se
encarnará en las conciencias de los pueblos y justificará con su acción
presente y futura este oficio de escribir para el que hemos nacido.
Un abrazo muy fuerte de tu Julio
(Gentileza de Antroposmoderno)
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