El
hombre tocó varias veces el timbre. Sólo tenía la llave de entrada al
edificio donde vivía Julio. Después de pegar el oido a la puerta, dejó
por debajo de ella, un sobre
grueso. Caminó a su casa. En el ínterin, su amigo entró a su
departamento, bolsa del supermercado en mano. Lo alegró ver que ya había
llegado ese sobre tan esperado.
Julio
esperaba pocas cosas en realidad; las cartas de Esteban lo seguían
conectando con lo que estaría dispuesto a seguir esperando.
Abrió
la cinta scotch que protegía el secreto. Se sentó a leer en el sillón,
cerca de la ventana.
“Julio,
querido, no podrás creer. Estuve trabajando un fenómeno en la boca de
subte de Talcahuano y Viamonte, en la placita misma. Me llegó la
información, y decidí investigarla con esmero en mi tiempo libre. La
publicación en el diario dependía de mi astucia para redactar quién
sabe qué. Yo me deslicé por la estación, como hago siempre que tengo
una verdadera historia entre manos. Por intuición aposté todo a pleno...
y no perdí.
Me
enteré por una vecina del edificio, que es abogada. La estación
Tribunales se había vuelto un lugar lleno de sorpresas. Los sonidos de
los músicos del subterráneo subían hasta la plaza e inundaban a la
gente, a los autos, al aire, a los zapatos; a veces, los transeúntes se
sonreían sin ton ni son. La música –una trompeta, una guitarra, a
veces un violín- se levantaba por sobre las bocinas de Talcahuano y Córdoba
hasta en las horas pico, y se filtraba por las ventanas de los edificios
de esa cuadra y de la otra y de la otra. En plena primavera, fueron
apareciendo, junto a las ráfagas de brisa cálida,
de lluvia o truenos, luces y sombras que no tenían el menor
comienzo ni fin.
A
veces, un chorro de luz se metía, indiscretamente, en el escote de alguna
anciana o en los pantalones de algún
“hombre-cuello-corbata-en-plena-acción”.
Algunos
se sonrojaban y otros sentían unas náuseas abruptas que desacelera-
ban
su paso. Se solían escuchar amabilidades inconclusas y risas
disparatadas. El dicho que sobrevolaba entre los hombres y mujeres, viejos
y niños que transitaban por allí, era “quien sólo se ríe...”. Y en
realidad, los gestos y las miradas que circulaban desde la salida del
subte hasta el atestado barrio de paso, eran ciertos. Todo lo que me
informó esa abogada era cierto.
Pero
sólo cuando me interioricé del caso de esa mujer que perdió su sombra
en la estación, supe lo que no se publicó ni se publicará.
A
fuerza de organizarte la información debo decirte que fui convocado por
uno de los jefes de redacción, para que haga un speech sobre los robos
que se suscitan en los subtes de Capital Federal, acompañado de la
moraleja y bajada de línea correspondiente. Una mujer había sido atacada
subiendo las escaleras del subte hacia la plaza, fue revolcada y forzada
desde los molinetes hasta las mismas vías del tren, y allí dejada, sin
su cartera y un chal que llevaba sobre los hombros. La fuerza misteriosa
de siempre, me llevó a la estación Tribunales. Pregunté, recavé datos
con los empleados y los policías, que nunca saben nada de lo que uno
quiere saber. Cuando volví a casa, una sensación de bondad y lealtad a mí
mismo me recorrió de una manera devastadora. Debía volver a la estación
en cuanto pudiese. A la noche, bajó Celia, la abogada en cuestión, con
la que a veces compartimos la cena. Mientras comíamos su tarta de jamón
y queso, le comenté lo que me había encargado el diario y lo que estaba
sintiendo desde que pisé la estación y luego, mientras caminaba por la
plaza. A partir de su respuesta, nos conectamos con dos personas que decían
saber lo que sucedió verdaderamente. Esta mujer, a la que no tuve acceso,
había contado con timidez lo que le había ocurrido y dijo que lo diría
sólo una vez.
Estaba
saliendo de la estación Tribunales. Empezó a notar que cada paso le
costaba esfuerzo. Se tomó del pasamanos y empezó a subir por la escalera
que la llevaría a la plaza. La brisa se incrementó y le sacó la cartera
de lugar. Ella gritó inmediatamente: ¡Me roban! Inclinó su cabeza hacia
atrás y vio algo indescriptible. El sol caía de lleno en la escalinata.
No podía equivocarse. Corriendo en dirección contraria, vio a su sombra.
Bajó las escaleras deshilachadamente, la persiguió por debajo de los
molinetes y cayó, en su loca carrera, en las vías del tren. Allí la
tuvo frente a frente; en efecto, era su sombra y no otra. Se encaminó
hacia ella con una sonrisa cómplice, pero la sombra remontó vuelo, y le
arrasó a su paso la cartera y el chal. La policía y algunos empleados,
la rescataron, mientras ella lloraba y se lamentaba por la pérdida. Nadie
vio a la sombra, querido Julio, pero algunos sí vieron a un hombre, que
golpeó a la mujer, la maltrató y la dejó tirada en la vía del tren;
algo que ella niega rotundamente.
Por
supuesto, mi artículo no
llegó a tiempo. Publicaron tres o cuatro líneas en donde informaron
“el suceso”. Sin embargo, la estación Tribunales sigue teniendo las
mismas rutinas embellecedoras, y las risas y una amabilidad tan en desuso
siguen sonando, como la música que tapa los bocinazos. Algunos de los músicos
se mostraron reticentes, pero Tito, un anciano que toca el violín, me
confesó que el “fenómeno” seguirá ocurriendo. “Hay un par de
abogados, que llegaron hace unos meses, no se sabe de dónde. Recorren la
plaza todos los mediodías, porque tienen el estudio a dos cuadras de aquí.
Se llaman Silvia y Armando, y lo que cuenta la gente que ve lo que tiene
que ver, es que, a pleno sol, no
hacen sombra, que ellos no tienen sombra.”
El
violinista me pareció también un ser sin sombra, pero esto es sólo una
conjetura. El asunto recién empieza. Mañana almorzaré allí, en la
Plaza Tribunales. Llamame si me hacés pata.
Esteban.”
*
Escritora argentina |